28/5/18

Una brecha en el ojo.

Cuando éramos pequeñas la proximidad de días como el del padre o de la madre despertaban en nosotras un especial nerviosismo que se solía traducir en más horas dedicadas a la plástica y menos a las matemáticas y el lenguaje. Entonces no importaban tanto la perspectiva o la combinación de colores, la plástica era sencillamente un juego y jugar gusta a cualquier edad.

En cada curso la profesora de turno aplicaba su particular filia estética que solía plasmarse en un dibujo o una manualidad a base de macarrones e hilos a la que se le agregaba un texto sencillo (te quiero, mamá; te quiero, papá) de caligrafía muy similar a la de los Cuadernillos Rubio. Todos los obsequios de todas las niñas eran parecidos.

Un año mi profe nos puso a copiar un dibujo de María Pascual que, pese a todo, no recuerdo con claridad. A mí se me daban bien los lápices y no me hubiera costado demasiado imitar el estilo de la ilustradora, pero preferí pegar la fotocopia en el cristal de la ventana y encaramarme a la silla de madera para calcarlo a la perfección.

No era la única niña que lo estaba haciendo, pero sí la única que en ese lejano viernes de abril se resbaló con tan mala suerte que el ojo izquierdo fue a frenar con una punta oxidada que salía desde la silla de Conchi, mi socia de ventana. Cuando me caí no me asusté, ya estaba acostumbrada al tropiezo, pero al ver las caras de entre asco y asombro de mis compañeras, al tocarme el ojo y ver sangre cayendo a borbotones desde mi sien, sí.

Podría decir, aunque ustedes ya lo saben, que vivíamos en un mundo sin móviles. Lo que tal vez desconozcan es que vivíamos en un mundo (o en un pueblo por aquellos entonces) sin urgencias médicas. Mis padres estaban trabajando (por ende ilocalizables) y se hizo cargo del roto mi ex-abuela que, coincidencias de la vida, había sido enfermera en la Guerra Civil y sabía un montón recomponer pieles y pinchar inyecciones.

Por lo pronto me taponó la herida mientras encontrábamos a los estudiantes de medicina que vivían en el mismo edificio que mi profe y a los farmacéuticos de guardia para que nos vendieran hilo, agujas, la vacuna del tétanos y algo de anestesia local.

Lo de la anestesia fue misión imposible y me enfrenté a siete puntos de sutura en el párpado a palo seco. Todavía, cuando lo pienso, recuerdo la sensación. No podía apretar el ojo porque precisamente era lo que me estaban cosiendo y, coqueta hasta la muerte, no quería tener arrugas antes de tiempo, así que me dediqué a destrozar la mano de mi ex-abuela.

Fue una experiencia bastante desagradable, pero ¿saben? Lo recuerdo como algo maravilloso porque por primera vez en mi corta existencia volví a clase como una especie de heroína y todas las niñas nos miraron a mi cosido y a mí con absoluta veneración.

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