7/9/24

Un lustro

Querida hija:
De todas las cartas que te he escrito por tu cumpleaños esta es la más atropellada, garabateada a la carrera, con poca reflexión, cero correcciones y fuera de fecha. De los cinco que llevamos juntas este ha sido el más desordenado para mí, más incluso que cuando eras una bebé, arrastrando varias mudanzas a la espalda.

También ha sido el más feliz a tu lado.

Qué divertida eres, de manera natural, sin forzar. Me gusta pasar el rato contigo, con tus ocurrencias e ingenios. Me asombras con las preguntas que te planteas de vez en cuando. «¿Dónde estábamos antes de estar en la tierra?», me soltaste un día y yo, que nada sé, solo se me ocurrió contarte que muchos otros y otras antes de ti se lo habían preguntado y que nadie había dado con una respuesta exacta.

Porque tú buscas la verdad –«¿me estás diciendo la verdad?», me espetas cuando te estoy contando un Cuento de la Imaginación– y yo solo te puedo decir que cada uno tiene la suya propia ya que nadie ha ocupado el mismo espacio al mismo tiempo a la vez.

Te sigue apasionando la música y parece que has encontrado una forma de expresarte junto a ella: la danza. Aunque te dé vergüencita subirte a un escenario (tienes toda la vida por delante para hacerlo), no hay nada hoy por hoy que te absorba más que bailar. Viendo el Carnaval de la Palma en la tele decidiste que ibas a ser una Drag Queen, mi pequeña angelita inocente y desprejuiciada. Y médica, para curar a la abuela, y heladera y maquilladora.

Es el primer año en el que has estado enferma de veras, con neumonía. Me tenías mal acostumbrada, más allá de querer nacer mucho antes de tiempo. Todavía estamos luchando contra el bicho, tomando jarabes que saben a rayos como si tal cosa. Así de maravillosa eres, pequeña flor.

Sigues hablando por los codos, sigues seseando un poco, andaluza mía. Vigilador, timidosa, cientomil y tranquilar. Además de inventarte palabras: candanga, caracuqui, sushisashi… «Proba esto, mamá», dices cada dos por tres (al menos nos haces probar experimentos con comida normal, no comiditas a base de barro y cosas aleatorias encontradas por la calle.)

Te ha encantado Málaga, ahora que fuimos a conocerla en nuestras primeras vacaciones contigo. «¿Cuándo volvemos?», después de cinco días de mar y piscina, de bufé libre de hotel.

Y ya te empiezas a hacer mayor: sin pañal, escogiendo tu ropa (¡la ropa!), preparando tu almuerzo, empezando a jugar por tu cuenta, andando en bici, chapoteando en las piscinas, yendo al cine por primera vez, tomándote selfies con pose, haciendo que lees un cuento... Te falta dejar la teta (ay, la teta y su piquito) y dormir en tu cuarto (claro, que no tienes cuarto todavía). 

Sin prisas, que sabes por ti misma lo genial que es ser niña.


¡Feliz, feliz no quinto cumpleaños, enana enorme!

4/7/24

Matar moscas a cañonazos

Vengo a desnudarme. 

Metafóricamente.

Ayer me di cuenta —por fin— de algo. Algo que puede ser tonto visto desde fuera, pero que para mí, con mis circunstancias y el transcurrir de la vida que he tenido, es importante. Y llevo desde ayer llorando. Por la tarde desconsoladamente. Por la noche, con rabia. Y ahora un poco por sentirme como una gilipollas, aunque con cierto alivio. 

Así que, como tengo blog, en vez de dar la tabarra a mi almohada, vengo aquí a desahogarme.

Podéis iros. 

No pasa nada. 

Por aquí no viene ni el tato y, franklin, ahora mismo me da absolutamente igual ya.

Llevo desde febrero con un nivel de trabajo, autoexigencia y berenjenales varios que es como para darme de tortas. Es la vida (de nuevo) que te tiene mano sobre mano (es un decir) durante un tiempo y de repente, pum, mil cosas a la vez. Mil interesantes, además. Tan interesantes que te da pena rechazar algunas porque, jo, no había mejor momento… bah, luego lo retomo/ intento cuando esté más libre… 

E T C É T E R A

Me cayó una beca súper jugosa de estudios de post grado y un programa de emprendimiento en una fundación muy potente del norte. Por la cara, sin pagar ni un euro (¡Gracias, Next Generation! 🤜🏻🤛🏻). Tuve que dejar al margen unas charlas (que las voy a hacer, sí, porque son sobre algo que a mí me pone mucho muchísimo, pero después del verano) y pasar presupuesto en serio a un par de clientes potenciales. Solo uno de mis dos regalitos me iba a ocupar unas buenas cuatro o seis horas diarias y no estaba mi maquinaria interna como para sobrecargarme más.

¿Los estudios? Miren, geniales 😍 Es como encontrar algo a lo que te gustaría dedicarte; una, por llamarlo de alguna manera, vocación. Quiero trabajar en la UNESCO (¿quién no?) Pero, ¡ay, amigo! qué osadía se me ocurre a mí, maruja por obligación, ponerme a pensar en mi futuro y el de mi prole en vez de en qué cocinar esta semana o el cambio de armario de la enana, ¿eh?

Todavía me quedan unos días. No me va a dar tiempo a examinarme de todo, pero voy a intentar terminar algo. Algo que me permita re-matricularme (el año que viene, que necesito más que nunca un kitkat) y seguir adelante, aunque sea sin beca.

El programa de emprendimiento… Pues también genial. Lo que he aprendido de finanzas y negocios no tiene precio. Nunca pensé que me iba a gustar tanto el tema empresarial, la verdad. A ver, no es «lo mío», pero me lo paso bien y hay ciertas partes que sí se acercan mucho a lo que yo hacía antes de convertirme en ama de casa irremediablemente: comunicación, imagen de marca, estrategia, posicionamiento… Iba a presentar el plan de empresa el día 18 del presente mes, P E R O ayer me di cuenta de que qué cojones estoy haciendo con mi vida. Yo no quiero tener un (muy entrecomillado) alojamiento rural: quiero tener una casa bonita y funcional en la que vivir a gusto. Si luego, cuando me toque irme a vivir a otro lado, la puedo alquilar, pues fetén, pero no hay más: no hay negocio.

Me he embarcado en una locura de números, planes de acción, flujos de no-sé-qué, narrativas empresariales y líos varios simplemente porque quiero que (lo que queda de) mi familia me dejen de una vez en paz y vivir tranquila en mi casa del pueblo, con la distribución, estilos decorativos y temperatura de color de las bombillas que a mí me salga del mismísimo toto. Por eso: porque quiero mi casa, a mi aire, para mis cosas.

Porque, además: monto mi alojamiento rural. Guay… ¿y a dónde me voy a vivir, si no tengo dónde caerme muerta, y estoy a cargo de una niña pequeña casi en solitario, empeñada hasta las cejas para que el revoco a la tirolesa de las paredes no se parezca al gotelé de toda la vida?

Me he equivocado.

En vez de montar mi negocio digital de comunicación (que es en lo que debería estar poniendo todos mis esfuerzos), me he ido por los cerros de Úbeda animada por a saber qué (quizá los 3000 euros del premio, que, en fin, soy pobre y con ese dineral hubiera hecho milagros).

Me siento hecha papilla. Como que hubiera tirado el poquísimo tiempo libre del que dispongo (al margen de mi salud mental que… tela) por el desagüe. La mitad de todo este año. Me siento un fallo, una decepción, un no acabar con nada, un estar embarcada en mil historia que meh.

FATAL.

23/6/24

Contracorriente

Creo que era en La Gran Belleza… No lo recuerdo bien… Sí, unos ricos (como la mayoría de los personajes de la peli) que tienen en su casa instalada una piscina con corriente de agua para nadar sin tener que hacer largos porque la propia corriente hace que tengas que bracear; si no, te arrastra hacia atrás.

Así me siento. Pero, en vez de en una mansión de lujo, en un río de poca monta. Con espectadores que solo se percatarán de la hazaña si fracaso.

El caso es que no me va tan mal, al menos a nivel proyección profesional, pero mi vida —la no profesional— me está estrangulando y ya no sé dónde huir porque no hay dónde. Resguardarme debajo del ala de mamá gallina, volverme a casa, como hacen los polluelos cuando tienen frío o están asustados, no ha funcionado. 

Este mes todo ha perdido el sentido. No soy capaz de encontrar la razón a tanto esfuerzo si el resultado va a ser, como siempre, nada.

Qué decepcionada me siento con la vida. Lo insulso que es casi todo, joder, con lo que cuesta cualquier pequeña victoria.

(Qué penilla me da este blog, tan desangelado.)

16/2/24

Se iban a morir igual

Llevo desde ayer con la piel de gallina. Desde hace unos minutos, desde que he escuchado las noticias en la radio, con los lagrimales atestados de lágrimas, a punto de desbordarse (bueno…). Siempre me ha costado entender la maldad humana, la maldad per se. Y desde que soy madre, ni les cuento. 

La mía, mi madre, falleció en un hospital. No de coronavirus: fue hace casi diez años (el tiempo, guau). Murió de qué sé yo y qué más da. Estuve una semana junto a ella, viendo cómo se iba apagando, contándole las cosas que pasaban como si todo fuera normal, leyendo revistas del corazón y comentando los trapitos de las famosas, que tanto le gustaba a ella. Era víspera de puente y se notaba que el personal hospitalario iba disminuyendo.

Los dos últimos días entraba y salía de un estado de inconsciencia —no me atrevo a llamarle coma— que le provocaba gran sufrimiento. Nada más apareció la médica de guardia le comenté que si no existía alguna forma de aminorar su malestar. Sin ser yo sanitaria, sabía que existían esas formas de hacer más soportable el paso al otro mundo. Tenía la experiencia con mi padre.

Nos tocó la objetora de conciencia, ¡vaya por Dios!, que no sabía de qué le estaba hablando y que Cristo había sufrido mucho en la cruz. Claro…

Si piensan que me rendí, es que no me conocen. Dejé a mi madre una hora sola, semi desvanecida, cogí el coche y me fui a buscar a su gerontóloga habitual, en otro hospital de la misma ciudad para comentarle lo que estaba pasando.

Falleció ese mismo día, poco después de que el sol hubiera dibujado con sus rayos los últimos cuadros de rojos y naranjas en la pared donde estaba el armario, con su mano cogida a las mías, en calma.

No consigo imaginarme qué habría sido de mí y de ella si no hubiera ido a hacer esa visita al otro hospital. Si este dolor que aún siento, sería más grande o más de otra manera. Si a este dolor se le añadiría la culpa o la impotencia o cualquier otra emoción desagradable.

Así que me invade una empatía enorme hacia el personal asistencial, médico y con los familiares de los 7291 fallecidos de manera indigna a cuenta de los llamados Protocolos de la Vergüenza en las residencias de Madrid durante las primeras olas de la Covid-19, hace casi cuatro años. Porque cuando uno decide ingresar a su familiar en una residencia no lo hace precisamente con la alegría en el cuerpo (hablo de manera general, que todos sabemos que de todo hay) y solo quiere que le traten por lo menos con decencia y, si es posible, con amor.

Y este tema da para otras reflexiones, que dan para otras entradas, y que deberíamos de tratar con urgencia como sociedad porque, queridos y escasos lectores, de qué forma se trata a las personas institucionalizadas (mayores y no mayores), por favor, que produce cuando menos sonrojo, ganas de soltar muchos improperios por la boca y de salir con un lanzallamas a quemar cosas.

19/12/23

Las que sostienen

Las y no los porque normalmente son ellas (somos nosotras) las que sostenemos.

No sé si este o el verano pasado cayó en mi time line una columna sobre los veranos de nuestra infancia, tan divertidos e idílicos. La columna en cuestión exploraba la naturaleza de ese paraíso estival soportado por las espaldas de no pocas mujeres (abuelas, tías, madres, vecinas) que salían de casa para hacer la compra, que cocinaban lo comprado, que se ocupaban de que la casa en que nosotros sesteábamos o veíamos la tele o pasábamos el rato estuviese recogida y limpia y bien provista. Ellas no tenían verano o no tan grato como el nuestro y me figuro que les pasaría igual en Navidad.

A mí las navidades me encantan y me estresan (aquí estoy con un bol de patatas fritas después de haber comido chocolate como si se fuera a acabar el mundo). 

Este año parece que pudiera ser especial. Mi hija ya se empieza a dar cuenta de ciertas cosas y decorar con ella la casa ha sido una gozada. Me he acordado de mi padre, que le gustaba montar un belén con agua, electricidad y mil vainas más. Nuestro belén es más sencillo, más minimalista, que diríamos ahora. Igual que nuestro árbol en el que las notas de color más allá de dorados y plateados las aportan una bolitas minúsculas de cristal en mil tonalidades.

La carta a los Reyes también es otro momento especial. Yo escribo, ella dibuja cosas. Ahora, que se ha pasado del arte abstracto al intento de figurativo, salen corazones, arco iris y estrellas acompañados de algún personajillo indeterminado de patas largas.

Entonces, ¿por qué te estresas, Cal?

Porque os estoy contando la parte divertida. Ahora viene el infierno por el cual me gustaría desaparecer desde más o menos pasado mañana hasta el día cuatro de enero: sostener la casa. En mi caso dos casas con familias de dudoso nivel funcional para estos menesteres.

El año pasado, por poner un ejemplo, llegué a tres o cuatro horas de la cena de Nochebuena en casa de la familia política y, no es que no estuviera el ágape medio planteado, ¡es que ni había comida para cocinar! La excusa, siempre oportuna, es que trabajo, como que yo no trabajara también (y como que no hubiera gente jubilada en esa casa).

Tuvieron el cuajo de decir que «si yo no tengo hambre, no voy a cenar casi nada». Muy bien, usted no, pero me he metido novecientos putos kilómetros de carretera para celebrar, ¡cosas!, la cena de Nochebuena. Mi hija también. Tenemos hambre. Queremos cenar y fingir que estamos súper a gusto.

Improvisé una dorada a la marsellesa —sin alcaparras— que había traído de mi casa y una sopa de brick con fideos, huevo cocido y zanahoria. Ni pan del día tuvimos.

En mi casa, con mi familia, el desastre no varía demasiado, aunque se manifiesta de otra forma. Normalmente vienen a la crítica hora, a mesa puesta, mientras mi madre (cuando vivía y no le acompañaba el Señor Alemán) y yo nos habíamos metido la soba padre desde dos o tres días antes. Desde el momento que dije que no podía sola con toda la parafernalia de cenas y comidas, cuidado de mi madre y demás, se decidió encargar la comida a un restaurante, al menos el plato principal.

Me hace gracia porque normalmente en estas fechas me achacan el poco ritmo que tengo para la fiesta, que qué sosa estoy, que me voy a la cama pronto (pronto: dos o tres de la madrugada) y que no me apetece hacer nada, como que no llevara una semana o más encargándome de hacer de todo para todo el mundo. Encima tengo que divertirme (o divertirles).

Pásenme unos días maravillosos en la mejor de las compañías. Y no se olviden de estar atentos a las que sostienen: ellas también tienen derecho a disfrutar de estas fechas, incluso a descansar.