7/9/24
Un lustro
4/7/24
Matar moscas a cañonazos
Vengo a desnudarme.
Metafóricamente.
Ayer me di cuenta —por fin— de algo. Algo que puede ser tonto visto desde fuera, pero que para mí, con mis circunstancias y el transcurrir de la vida que he tenido, es importante. Y llevo desde ayer llorando. Por la tarde desconsoladamente. Por la noche, con rabia. Y ahora un poco por sentirme como una gilipollas, aunque con cierto alivio.
Así que, como tengo blog, en vez de dar la tabarra a mi almohada, vengo aquí a desahogarme.
Podéis iros.
No pasa nada.
Por aquí no viene ni el tato y, franklin, ahora mismo me da absolutamente igual ya.
Llevo desde febrero con un nivel de trabajo, autoexigencia y berenjenales varios que es como para darme de tortas. Es la vida (de nuevo) que te tiene mano sobre mano (es un decir) durante un tiempo y de repente, pum, mil cosas a la vez. Mil interesantes, además. Tan interesantes que te da pena rechazar algunas porque, jo, no había mejor momento… bah, luego lo retomo/ intento cuando esté más libre…
E T C É T E R A
Me cayó una beca súper jugosa de estudios de post grado y un programa de emprendimiento en una fundación muy potente del norte. Por la cara, sin pagar ni un euro (¡Gracias, Next Generation! 🤜🏻🤛🏻). Tuve que dejar al margen unas charlas (que las voy a hacer, sí, porque son sobre algo que a mí me pone mucho muchísimo, pero después del verano) y pasar presupuesto en serio a un par de clientes potenciales. Solo uno de mis dos regalitos me iba a ocupar unas buenas cuatro o seis horas diarias y no estaba mi maquinaria interna como para sobrecargarme más.
¿Los estudios? Miren, geniales 😍 Es como encontrar algo a lo que te gustaría dedicarte; una, por llamarlo de alguna manera, vocación. Quiero trabajar en la UNESCO (¿quién no?) Pero, ¡ay, amigo! qué osadía se me ocurre a mí, maruja por obligación, ponerme a pensar en mi futuro y el de mi prole en vez de en qué cocinar esta semana o el cambio de armario de la enana, ¿eh?
Todavía me quedan unos días. No me va a dar tiempo a examinarme de todo, pero voy a intentar terminar algo. Algo que me permita re-matricularme (el año que viene, que necesito más que nunca un kitkat) y seguir adelante, aunque sea sin beca.
El programa de emprendimiento… Pues también genial. Lo que he aprendido de finanzas y negocios no tiene precio. Nunca pensé que me iba a gustar tanto el tema empresarial, la verdad. A ver, no es «lo mío», pero me lo paso bien y hay ciertas partes que sí se acercan mucho a lo que yo hacía antes de convertirme en ama de casa irremediablemente: comunicación, imagen de marca, estrategia, posicionamiento… Iba a presentar el plan de empresa el día 18 del presente mes, P E R O ayer me di cuenta de que qué cojones estoy haciendo con mi vida. Yo no quiero tener un (muy entrecomillado) alojamiento rural: quiero tener una casa bonita y funcional en la que vivir a gusto. Si luego, cuando me toque irme a vivir a otro lado, la puedo alquilar, pues fetén, pero no hay más: no hay negocio.
Me he embarcado en una locura de números, planes de acción, flujos de no-sé-qué, narrativas empresariales y líos varios simplemente porque quiero que (lo que queda de) mi familia me dejen de una vez en paz y vivir tranquila en mi casa del pueblo, con la distribución, estilos decorativos y temperatura de color de las bombillas que a mí me salga del mismísimo toto. Por eso: porque quiero mi casa, a mi aire, para mis cosas.
Porque, además: monto mi alojamiento rural. Guay… ¿y a dónde me voy a vivir, si no tengo dónde caerme muerta, y estoy a cargo de una niña pequeña casi en solitario, empeñada hasta las cejas para que el revoco a la tirolesa de las paredes no se parezca al gotelé de toda la vida?
Me he equivocado.
En vez de montar mi negocio digital de comunicación (que es en lo que debería estar poniendo todos mis esfuerzos), me he ido por los cerros de Úbeda animada por a saber qué (quizá los 3000 euros del premio, que, en fin, soy pobre y con ese dineral hubiera hecho milagros).
Me siento hecha papilla. Como que hubiera tirado el poquísimo tiempo libre del que dispongo (al margen de mi salud mental que… tela) por el desagüe. La mitad de todo este año. Me siento un fallo, una decepción, un no acabar con nada, un estar embarcada en mil historia que meh.
FATAL.
23/6/24
Contracorriente
16/2/24
Se iban a morir igual
19/12/23
Las que sostienen
Las y no los porque normalmente son ellas (somos nosotras) las que sostenemos.
No sé si este o el verano pasado cayó en mi time line una columna sobre los veranos de nuestra infancia, tan divertidos e idílicos. La columna en cuestión exploraba la naturaleza de ese paraíso estival soportado por las espaldas de no pocas mujeres (abuelas, tías, madres, vecinas) que salían de casa para hacer la compra, que cocinaban lo comprado, que se ocupaban de que la casa en que nosotros sesteábamos o veíamos la tele o pasábamos el rato estuviese recogida y limpia y bien provista. Ellas no tenían verano o no tan grato como el nuestro y me figuro que les pasaría igual en Navidad.
A mí las navidades me encantan y me estresan (aquí estoy con un bol de patatas fritas después de haber comido chocolate como si se fuera a acabar el mundo).
Este año parece que pudiera ser especial. Mi hija ya se empieza a dar cuenta de ciertas cosas y decorar con ella la casa ha sido una gozada. Me he acordado de mi padre, que le gustaba montar un belén con agua, electricidad y mil vainas más. Nuestro belén es más sencillo, más minimalista, que diríamos ahora. Igual que nuestro árbol en el que las notas de color más allá de dorados y plateados las aportan una bolitas minúsculas de cristal en mil tonalidades.
La carta a los Reyes también es otro momento especial. Yo escribo, ella dibuja cosas. Ahora, que se ha pasado del arte abstracto al intento de figurativo, salen corazones, arco iris y estrellas acompañados de algún personajillo indeterminado de patas largas.
Entonces, ¿por qué te estresas, Cal?
Porque os estoy contando la parte divertida. Ahora viene el infierno por el cual me gustaría desaparecer desde más o menos pasado mañana hasta el día cuatro de enero: sostener la casa. En mi caso dos casas con familias de dudoso nivel funcional para estos menesteres.
El año pasado, por poner un ejemplo, llegué a tres o cuatro horas de la cena de Nochebuena en casa de la familia política y, no es que no estuviera el ágape medio planteado, ¡es que ni había comida para cocinar! La excusa, siempre oportuna, es que trabajo, como que yo no trabajara también (y como que no hubiera gente jubilada en esa casa).
Tuvieron el cuajo de decir que «si yo no tengo hambre, no voy a cenar casi nada». Muy bien, usted no, pero me he metido novecientos putos kilómetros de carretera para celebrar, ¡cosas!, la cena de Nochebuena. Mi hija también. Tenemos hambre. Queremos cenar y fingir que estamos súper a gusto.
Improvisé una dorada a la marsellesa —sin alcaparras— que había traído de mi casa y una sopa de brick con fideos, huevo cocido y zanahoria. Ni pan del día tuvimos.
En mi casa, con mi familia, el desastre no varía demasiado, aunque se manifiesta de otra forma. Normalmente vienen a la crítica hora, a mesa puesta, mientras mi madre (cuando vivía y no le acompañaba el Señor Alemán) y yo nos habíamos metido la soba padre desde dos o tres días antes. Desde el momento que dije que no podía sola con toda la parafernalia de cenas y comidas, cuidado de mi madre y demás, se decidió encargar la comida a un restaurante, al menos el plato principal.
Me hace gracia porque normalmente en estas fechas me achacan el poco ritmo que tengo para la fiesta, que qué sosa estoy, que me voy a la cama pronto (pronto: dos o tres de la madrugada) y que no me apetece hacer nada, como que no llevara una semana o más encargándome de hacer de todo para todo el mundo. Encima tengo que divertirme (o divertirles).
Pásenme unos días maravillosos en la mejor de las compañías. Y no se olviden de estar atentos a las que sostienen: ellas también tienen derecho a disfrutar de estas fechas, incluso a descansar.