6/3/25
Hiperdiagnosticados
20/2/25
(Volver a) empezar
Quiero volver a escribir.
Sin embargo escribir no es —como sucede con todas las actividades que implican cierta dosis de creatividad— cosa de musas. También, sí, pero es más una cuestión de oficio, de culo (que le oí una vez en una entrevista a Álvaro Pombo), de que la inspiración te pille currando (que solía decir otro ilustre, en este caso, pintor).
Así que voy a empezar con una nadería que me está carcomiendo por dentro porque por algún sitio tenía que (volver a) empezar.
Hace años, cuando no vivía en la casa de mis padres, solía venir y me pasaba prácticamente todo el tiempo poniendo a punto todo. Al ser una casa tan grande y tan llena de historia la tarea me solía llevar un gran porcentaje del tiempo que aquí pasase.
Si venía un fin de semana, lo básico: limpieza a todo trapo, llenar la nevera a mi madre, echar un vistazo a las plantas, recoger el correo y poner un poco de orden. Si venía a pasar las vacaciones: vaciar el garaje, limpiar el desván o mover los muebles de sitio con todo lo que tuvieran dentro.
Había una tarea que suponía una especie de colofón: el jardín. A mi llegada el jardín solía lucir como un mini Amazonas plagado de vegetación campando a sus anchas. Nada que ver con el estilo francés que mi padre quiso otorgarle en algún momento de su vida.
Era una paliza: sacar los aperos, segar lo que cada vez era menos césped, limpiar los caminillos, echar un vistazo a las jardineras, regarlo y recoger de nuevo todo. Muchas veces, cuando el tiempo acompañaba, sacaba un rato para sentarme en los escalones o en alguna de las hamacas, encendía un pitillo y me lo fumaba tranquilamente, con todo el sudor acumulado enfriándome la piel. Eran cinco minutos que me sabían a gloria. Admirar aquella belleza que no iba a poder disfrutar más porque me tenía que volver a Madrid (o Segovia o a Málaga o a Barcelona o a València).
Pues bien. Llevo dos años y un mes —casi dos— viviendo aquí, en la casa de mis padres, que ahora es mía, y el jardín luce casi perfecto, aunque la intuición me dice que me va a suceder algo parecido a lo que me pasaba cuando solo venía a pasar unos días por el pueblo. Me dice que me queda poco por estos lares y también me dice que me voy a tener que ir, con un poco (mucha) de suerte, dejando la casa como me hubiera gustado encontrármela cuando vine, como si de una broma se tratara, un lejano 28 de diciembre.
Son dos los deseos que más tiempo me han acompañado en la vida. El primero tenía que ver con viajar, conocer el mundo y contarlo. Hablo en pasado porque cada vez tengo menos esperanza de que algún día pueda cumplir este punto.
El segundo, tener una casa bonita. Nada me hizo mayor ilusión que cuando mis padres me dejaron escoger los muebles de mi habitación de adolescente y, de paso, algunos del nuevo salón. Han pasado treinta y dos años de aquel momento mágico y nada más ha cambiado, salvo los cambios que hice para que la silla de ruedas de mi madre cupiera por las puertas y una tubería pocha no inundara la casa.
El caso es que tras más de una década detrás de ideas y amagos para arreglar y sacar partido a la casa, con la excusa (además) de estar viviendo aquí, parece que, aunque no pueda cumplir mi sueño de tener una casa bonita, al menos sí que a-lo-me-jor pueda tener una casa recién pintada y con las maderas barnizadas.
Lo malo es que cuando vea las paredes lisas, los suelos brillantes, los muebles por fin en su sitio (¡la habitación de mi hija, la pobre, que ni tiene!) tendré que sentarme en la escalera, esta vez sin pitillo, admirar el desgastante trabajo hecho y cerrar la puerta con todas las vueltas de llave echadas persiguiendo el horizonte de otra incierta mudanza.
7/9/24
Un lustro
4/7/24
Matar moscas a cañonazos
Vengo a desnudarme.
Metafóricamente.
Ayer me di cuenta —por fin— de algo. Algo que puede ser tonto visto desde fuera, pero que para mí, con mis circunstancias y el transcurrir de la vida que he tenido, es importante. Y llevo desde ayer llorando. Por la tarde desconsoladamente. Por la noche, con rabia. Y ahora un poco por sentirme como una gilipollas, aunque con cierto alivio.
Así que, como tengo blog, en vez de dar la tabarra a mi almohada, vengo aquí a desahogarme.
Podéis iros.
No pasa nada.
Por aquí no viene ni el tato y, franklin, ahora mismo me da absolutamente igual ya.
Llevo desde febrero con un nivel de trabajo, autoexigencia y berenjenales varios que es como para darme de tortas. Es la vida (de nuevo) que te tiene mano sobre mano (es un decir) durante un tiempo y de repente, pum, mil cosas a la vez. Mil interesantes, además. Tan interesantes que te da pena rechazar algunas porque, jo, no había mejor momento… bah, luego lo retomo/ intento cuando esté más libre…
E T C É T E R A
Me cayó una beca súper jugosa de estudios de post grado y un programa de emprendimiento en una fundación muy potente del norte. Por la cara, sin pagar ni un euro (¡Gracias, Next Generation! 🤜🏻🤛🏻). Tuve que dejar al margen unas charlas (que las voy a hacer, sí, porque son sobre algo que a mí me pone mucho muchísimo, pero después del verano) y pasar presupuesto en serio a un par de clientes potenciales. Solo uno de mis dos regalitos me iba a ocupar unas buenas cuatro o seis horas diarias y no estaba mi maquinaria interna como para sobrecargarme más.
¿Los estudios? Miren, geniales 😍 Es como encontrar algo a lo que te gustaría dedicarte; una, por llamarlo de alguna manera, vocación. Quiero trabajar en la UNESCO (¿quién no?) Pero, ¡ay, amigo! qué osadía se me ocurre a mí, maruja por obligación, ponerme a pensar en mi futuro y el de mi prole en vez de en qué cocinar esta semana o el cambio de armario de la enana, ¿eh?
Todavía me quedan unos días. No me va a dar tiempo a examinarme de todo, pero voy a intentar terminar algo. Algo que me permita re-matricularme (el año que viene, que necesito más que nunca un kitkat) y seguir adelante, aunque sea sin beca.
El programa de emprendimiento… Pues también genial. Lo que he aprendido de finanzas y negocios no tiene precio. Nunca pensé que me iba a gustar tanto el tema empresarial, la verdad. A ver, no es «lo mío», pero me lo paso bien y hay ciertas partes que sí se acercan mucho a lo que yo hacía antes de convertirme en ama de casa irremediablemente: comunicación, imagen de marca, estrategia, posicionamiento… Iba a presentar el plan de empresa el día 18 del presente mes, P E R O ayer me di cuenta de que qué cojones estoy haciendo con mi vida. Yo no quiero tener un (muy entrecomillado) alojamiento rural: quiero tener una casa bonita y funcional en la que vivir a gusto. Si luego, cuando me toque irme a vivir a otro lado, la puedo alquilar, pues fetén, pero no hay más: no hay negocio.
Me he embarcado en una locura de números, planes de acción, flujos de no-sé-qué, narrativas empresariales y líos varios simplemente porque quiero que (lo que queda de) mi familia me dejen de una vez en paz y vivir tranquila en mi casa del pueblo, con la distribución, estilos decorativos y temperatura de color de las bombillas que a mí me salga del mismísimo toto. Por eso: porque quiero mi casa, a mi aire, para mis cosas.
Porque, además: monto mi alojamiento rural. Guay… ¿y a dónde me voy a vivir, si no tengo dónde caerme muerta, y estoy a cargo de una niña pequeña casi en solitario, empeñada hasta las cejas para que el revoco a la tirolesa de las paredes no se parezca al gotelé de toda la vida?
Me he equivocado.
En vez de montar mi negocio digital de comunicación (que es en lo que debería estar poniendo todos mis esfuerzos), me he ido por los cerros de Úbeda animada por a saber qué (quizá los 3000 euros del premio, que, en fin, soy pobre y con ese dineral hubiera hecho milagros).
Me siento hecha papilla. Como que hubiera tirado el poquísimo tiempo libre del que dispongo (al margen de mi salud mental que… tela) por el desagüe. La mitad de todo este año. Me siento un fallo, una decepción, un no acabar con nada, un estar embarcada en mil historia que meh.
FATAL.