6/3/25

Hiperdiagnosticados

Depresión mayor
Duelo complicado
Insomnio de conciliación
Trastorno bipolar tipo II (TBII)
Ciclotímia
Distimia
Trastorno límite de la personalidad (TLP)
Depresión postparto
Trastorno de ansiedad generalizada (TAG)
Trastorno por déficit de atención (TDA)

Podrían ser las respuestas dadas por unos concursantes del Un, Dos, Tres a la pregunta lanzada por una sonriente Mayra Gómez-Kemp: «por 25 pesetas, díganme enfermedades mentales que aparezcan en el DSM-V». Pero no. Es el listado de enfermedades o trastornos o lo que sea que me han ido diagnosticando a lo largo de mis treinta y tantos años como usuaria de servicios de salud mental. La última, hace apenas un mes.

Les voy a ser sincera –como siempre he sido en este espacio– y les voy a decir que, salvo un par de depresiones, postparto incluida, y el insomnio que me acompaña desde bebé y que no me causa mayor problema salvo cuando bajo de las cinco horas de sueño diario, todo lo demás me parecen filfas. 

Es más, me parece que son diagnósticos que responden a la moda del momento. Y esto es lo triste, que sean modas, porque, al margen del afrontamiento de la dolencia desde un punto de partida erróneo, estos apuntes médicos en el expediente de un paciente determinan (el verbo está escogido con toda la intención) la vida de dicho paciente. Vayan a pedir una hipoteca, a buscar trabajo o a hacer un seguro médico privado y me cuentan. Habría que añadir en este párrafo la comedura de tarro que tienes tras un sentencia médica semejante.

A finales del XIX y principios del XX existían infinitud de mujeres aquejadas de histeria. Es verdad que del XIX hasta nuestros días ha llovido y las ciencias, y las costumbres sociales, han evolucionado. Aún así, en los 80 y 90 depresiones, ansiedad y trastornos de la conducta alimentaria. En los 2000 trastorno bipolar, después trastorno límite de la personalidad. En la actualidad parece estar de moda el déficit de atención en todas sus variantes —redes sociales y scrolls infinitos mediante— así que basta que digas que te apuntas todo en una agenda y te pones alarmas porque, si no, te sueles despistar, para que te encasqueten un TDA, en mi caso sin H y con una única consulta por medio (Ya me dirás tú la enormísima habilidad que tienes que tener para emitir un diagnostico tal en apenas veinte minutos de charla con un desconocido. Más fácil eso que rascar un poco la superficie de las palabras, claro está, y ver que tu vida es un encaje de bolillos entre búsqueda de curro, proyectos, marujeo, hijos y decenas de fuegos que apagar.).

No estoy diciendo que no sean en algunos casos diagnósticos precisos, pero que se están colando por estas rendijas muchísimo abuso social y condiciones precarias de vida, también. Hace poco una amiga psicóloga nos comentaba que muchos de los problemas de algunos de sus pacientes se resolverían mejor acudiendo a un sindicato que a su consulta y no es la primera sanitaria dedicada a la salud mental a la que se lo oigo.

Eso sin contar con el abordaje de las situaciones a base de medicamentos con multitud de efectos secundarios y posibilidad fehaciente de adicción. Me apuesto lo poco que tengo a que de aquí a, no sé, cien años la gente se preguntará «¿en serio les recetaban Prozac?» de la misma forma que nosotros nos escandalizamos ahora con los electro shocks y las lobotomías que se practicaban no hace mucho. La psiquiatría me parece —con todos los respetos— un enorme laboratorio de pruebas tipo ensayo-error domeñada por las querencias de la industria farmacéutica y la mirada hacia otro lado de los gobiernos de turno.

Vale, Cal. Entonces, ¿qué hacemos? 

Ojalá lo supiera. 

En mi humilde y seguramente idílica opinión, apostaría por el fortalecimiento de lo público en todos los sentidos, empezando por la sanidad. Más médicos y más psicólogos. Mejor formados. Menos quemados. Bajar una ratio de pacientes y de citación que dan un poquito de vergüenza ajena. Esto con carácter de urgencia viendo que, con solo mirar a tu alrededor, no encuentras dos cabezas buenas.

Ahondaría bastante más. 

La investigación. Aportar infinitud de recursos más a nuestros científicos para que puedan desarrollar sus experimentos. Algunos no darán en la diana, seguro, pero el que atine, generará beneficios suficientes (porque solo sabemos hablar en términos de beneficios y utilidad, ¡qué cruz!) como para sufragar los estudios que no. No puede ser que la investigación sanitaria y farmacológica este solo —o en grandísima medida— en manos privadas.

Me quedan los asuntos sociales, los grandes olvidados en temas de salud mental. No puede ser que un trabajo te esté arruinando la vida. Ni que no puedas tener una segunda oportunidad porque has sido madre o has tenido que cuidar de algún familiar o has tomado malas decisiones en tu vida. Que no te puedas divorciar. Que no puedas vivir en un hogar digno de llamarse como tal. Que no puedas estudiar, si es lo que quieres. No puede ser.

No estoy segura de que sea suficiente con estas tres patas. Pero de lo que sí estoy segura es que la vida no debería de doler tanto, y cuando duele, no sentir el desamparo que muchas veces sientes.

20/2/25

(Volver a) empezar

Quiero volver a escribir. 

Sin embargo escribir no es —como sucede con todas las actividades que implican cierta dosis de creatividad— cosa de musas. También, sí, pero es más una cuestión de oficio, de culo (que le oí una vez en una entrevista a Álvaro Pombo), de que la inspiración te pille currando (que solía decir otro ilustre, en este caso, pintor).

Así que voy a empezar con una nadería que me está carcomiendo por dentro porque por algún sitio tenía que (volver a) empezar.

Hace años, cuando no vivía en la casa de mis padres, solía venir y me pasaba prácticamente todo el tiempo poniendo a punto todo. Al ser una casa tan grande y tan llena de historia la tarea me solía llevar un gran porcentaje del tiempo que aquí pasase.

Si venía un fin de semana, lo básico: limpieza a todo trapo, llenar la nevera a mi madre, echar un vistazo a las plantas, recoger el correo y poner un poco de orden. Si venía a pasar las vacaciones: vaciar el garaje, limpiar el desván o mover los muebles de sitio con todo lo que tuvieran dentro.

Había una tarea que suponía una especie de colofón: el jardín. A mi llegada el jardín solía lucir como un mini Amazonas plagado de vegetación campando a sus anchas. Nada que ver con el estilo francés que mi padre quiso otorgarle en algún momento de su vida. 

Era una paliza: sacar los aperos, segar lo que cada vez era menos césped, limpiar los caminillos, echar un vistazo a las jardineras, regarlo y recoger de nuevo todo. Muchas veces, cuando el tiempo acompañaba, sacaba un rato para sentarme en los escalones o en alguna de las hamacas, encendía un pitillo y me lo fumaba tranquilamente, con todo el sudor acumulado enfriándome la piel. Eran cinco minutos que me sabían a gloria. Admirar aquella belleza que no iba a poder disfrutar más porque me tenía que volver a Madrid (o Segovia o a Málaga o a Barcelona o a València).

Pues bien. Llevo dos años y un mes —casi dos— viviendo aquí, en la casa de mis padres, que ahora es mía, y el jardín luce casi perfecto, aunque la intuición me dice que me va a suceder algo parecido a lo que me pasaba cuando solo venía a pasar unos días por el pueblo. Me dice que me queda poco por estos lares y también me dice que me voy a tener que ir, con un poco (mucha) de suerte, dejando la casa como me hubiera gustado encontrármela cuando vine, como si de una broma se tratara, un lejano 28 de diciembre.

Son dos los deseos que más tiempo me han acompañado en la vida. El primero tenía que ver con viajar, conocer el mundo y contarlo. Hablo en pasado porque cada vez tengo menos esperanza de que algún día pueda cumplir este punto.

El segundo, tener una casa bonita. Nada me hizo mayor ilusión que cuando mis padres me dejaron escoger los muebles de mi habitación de adolescente y, de paso, algunos del nuevo salón. Han pasado treinta y dos años de aquel momento mágico y nada más ha cambiado, salvo los cambios que hice para que la silla de ruedas de mi madre cupiera por las puertas y una tubería pocha no inundara la casa.

El caso es que tras más de una década detrás de ideas y amagos para arreglar y sacar partido a la casa, con la excusa (además) de estar viviendo aquí, parece que, aunque no pueda cumplir mi sueño de tener una casa bonita, al menos sí que a-lo-me-jor pueda tener una casa recién pintada y con las maderas barnizadas.

Lo malo es que cuando vea las paredes lisas, los suelos brillantes, los muebles por fin en su sitio (¡la habitación de mi hija, la pobre, que ni tiene!) tendré que sentarme en la escalera, esta vez sin pitillo, admirar el desgastante trabajo hecho y cerrar la puerta con todas las vueltas de llave echadas persiguiendo el horizonte de otra incierta mudanza.

7/9/24

Un lustro

Querida hija:
De todas las cartas que te he escrito por tu cumpleaños esta es la más atropellada, garabateada a la carrera, con poca reflexión, cero correcciones y fuera de fecha. De los cinco que llevamos juntas este ha sido el más desordenado para mí, más incluso que cuando eras una bebé, arrastrando varias mudanzas a la espalda.

También ha sido el más feliz a tu lado.

Qué divertida eres, de manera natural, sin forzar. Me gusta pasar el rato contigo, con tus ocurrencias e ingenios. Me asombras con las preguntas que te planteas de vez en cuando. «¿Dónde estábamos antes de estar en la tierra?», me soltaste un día y yo, que nada sé, solo se me ocurrió contarte que muchos otros y otras antes de ti se lo habían preguntado y que nadie había dado con una respuesta exacta.

Porque tú buscas la verdad –«¿me estás diciendo la verdad?», me espetas cuando te estoy contando un Cuento de la Imaginación– y yo solo te puedo decir que cada uno tiene la suya propia ya que nadie ha ocupado el mismo espacio al mismo tiempo a la vez.

Te sigue apasionando la música y parece que has encontrado una forma de expresarte junto a ella: la danza. Aunque te dé vergüencita subirte a un escenario (tienes toda la vida por delante para hacerlo), no hay nada hoy por hoy que te absorba más que bailar. Viendo el Carnaval de la Palma en la tele decidiste que ibas a ser una Drag Queen, mi pequeña angelita inocente y desprejuiciada. Y médica, para curar a la abuela, y heladera y maquilladora.

Es el primer año en el que has estado enferma de veras, con neumonía. Me tenías mal acostumbrada, más allá de querer nacer mucho antes de tiempo. Todavía estamos luchando contra el bicho, tomando jarabes que saben a rayos como si tal cosa. Así de maravillosa eres, pequeña flor.

Sigues hablando por los codos, sigues seseando un poco, andaluza mía. Vigilador, timidosa, cientomil y tranquilar. Además de inventarte palabras: candanga, caracuqui, sushisashi… «Proba esto, mamá», dices cada dos por tres (al menos nos haces probar experimentos con comida normal, no comiditas a base de barro y cosas aleatorias encontradas por la calle.)

Te ha encantado Málaga, ahora que fuimos a conocerla en nuestras primeras vacaciones contigo. «¿Cuándo volvemos?», después de cinco días de mar y piscina, de bufé libre de hotel.

Y ya te empiezas a hacer mayor: sin pañal, escogiendo tu ropa (¡la ropa!), preparando tu almuerzo, empezando a jugar por tu cuenta, andando en bici, chapoteando en las piscinas, yendo al cine por primera vez, tomándote selfies con pose, haciendo que lees un cuento... Te falta dejar la teta (ay, la teta y su piquito) y dormir en tu cuarto (claro, que no tienes cuarto todavía). 

Sin prisas, que sabes por ti misma lo genial que es ser niña.


¡Feliz, feliz no quinto cumpleaños, enana enorme!

4/7/24

Matar moscas a cañonazos

Vengo a desnudarme. 

Metafóricamente.

Ayer me di cuenta —por fin— de algo. Algo que puede ser tonto visto desde fuera, pero que para mí, con mis circunstancias y el transcurrir de la vida que he tenido, es importante. Y llevo desde ayer llorando. Por la tarde desconsoladamente. Por la noche, con rabia. Y ahora un poco por sentirme como una gilipollas, aunque con cierto alivio. 

Así que, como tengo blog, en vez de dar la tabarra a mi almohada, vengo aquí a desahogarme.

Podéis iros. 

No pasa nada. 

Por aquí no viene ni el tato y, franklin, ahora mismo me da absolutamente igual ya.

Llevo desde febrero con un nivel de trabajo, autoexigencia y berenjenales varios que es como para darme de tortas. Es la vida (de nuevo) que te tiene mano sobre mano (es un decir) durante un tiempo y de repente, pum, mil cosas a la vez. Mil interesantes, además. Tan interesantes que te da pena rechazar algunas porque, jo, no había mejor momento… bah, luego lo retomo/ intento cuando esté más libre… 

E T C É T E R A

Me cayó una beca súper jugosa de estudios de post grado y un programa de emprendimiento en una fundación muy potente del norte. Por la cara, sin pagar ni un euro (¡Gracias, Next Generation! 🤜🏻🤛🏻). Tuve que dejar al margen unas charlas (que las voy a hacer, sí, porque son sobre algo que a mí me pone mucho muchísimo, pero después del verano) y pasar presupuesto en serio a un par de clientes potenciales. Solo uno de mis dos regalitos me iba a ocupar unas buenas cuatro o seis horas diarias y no estaba mi maquinaria interna como para sobrecargarme más.

¿Los estudios? Miren, geniales 😍 Es como encontrar algo a lo que te gustaría dedicarte; una, por llamarlo de alguna manera, vocación. Quiero trabajar en la UNESCO (¿quién no?) Pero, ¡ay, amigo! qué osadía se me ocurre a mí, maruja por obligación, ponerme a pensar en mi futuro y el de mi prole en vez de en qué cocinar esta semana o el cambio de armario de la enana, ¿eh?

Todavía me quedan unos días. No me va a dar tiempo a examinarme de todo, pero voy a intentar terminar algo. Algo que me permita re-matricularme (el año que viene, que necesito más que nunca un kitkat) y seguir adelante, aunque sea sin beca.

El programa de emprendimiento… Pues también genial. Lo que he aprendido de finanzas y negocios no tiene precio. Nunca pensé que me iba a gustar tanto el tema empresarial, la verdad. A ver, no es «lo mío», pero me lo paso bien y hay ciertas partes que sí se acercan mucho a lo que yo hacía antes de convertirme en ama de casa irremediablemente: comunicación, imagen de marca, estrategia, posicionamiento… Iba a presentar el plan de empresa el día 18 del presente mes, P E R O ayer me di cuenta de que qué cojones estoy haciendo con mi vida. Yo no quiero tener un (muy entrecomillado) alojamiento rural: quiero tener una casa bonita y funcional en la que vivir a gusto. Si luego, cuando me toque irme a vivir a otro lado, la puedo alquilar, pues fetén, pero no hay más: no hay negocio.

Me he embarcado en una locura de números, planes de acción, flujos de no-sé-qué, narrativas empresariales y líos varios simplemente porque quiero que (lo que queda de) mi familia me dejen de una vez en paz y vivir tranquila en mi casa del pueblo, con la distribución, estilos decorativos y temperatura de color de las bombillas que a mí me salga del mismísimo toto. Por eso: porque quiero mi casa, a mi aire, para mis cosas.

Porque, además: monto mi alojamiento rural. Guay… ¿y a dónde me voy a vivir, si no tengo dónde caerme muerta, y estoy a cargo de una niña pequeña casi en solitario, empeñada hasta las cejas para que el revoco a la tirolesa de las paredes no se parezca al gotelé de toda la vida?

Me he equivocado.

En vez de montar mi negocio digital de comunicación (que es en lo que debería estar poniendo todos mis esfuerzos), me he ido por los cerros de Úbeda animada por a saber qué (quizá los 3000 euros del premio, que, en fin, soy pobre y con ese dineral hubiera hecho milagros).

Me siento hecha papilla. Como que hubiera tirado el poquísimo tiempo libre del que dispongo (al margen de mi salud mental que… tela) por el desagüe. La mitad de todo este año. Me siento un fallo, una decepción, un no acabar con nada, un estar embarcada en mil historia que meh.

FATAL.

23/6/24

Contracorriente

Creo que era en La Gran Belleza… No lo recuerdo bien… Sí, unos ricos (como la mayoría de los personajes de la peli) que tienen en su casa instalada una piscina con corriente de agua para nadar sin tener que hacer largos porque la propia corriente hace que tengas que bracear; si no, te arrastra hacia atrás.

Así me siento. Pero, en vez de en una mansión de lujo, en un río de poca monta. Con espectadores que solo se percatarán de la hazaña si fracaso.

El caso es que no me va tan mal, al menos a nivel proyección profesional, pero mi vida —la no profesional— me está estrangulando y ya no sé dónde huir porque no hay dónde. Resguardarme debajo del ala de mamá gallina, volverme a casa, como hacen los polluelos cuando tienen frío o están asustados, no ha funcionado. 

Este mes todo ha perdido el sentido. No soy capaz de encontrar la razón a tanto esfuerzo si el resultado va a ser, como siempre, nada.

Qué decepcionada me siento con la vida. Lo insulso que es casi todo, joder, con lo que cuesta cualquier pequeña victoria.

(Qué penilla me da este blog, tan desangelado.)