Quiero volver a escribir.
Sin embargo escribir no es —como sucede con todas las actividades que implican cierta dosis de creatividad— cosa de musas. También, sí, pero es más una cuestión de oficio, de culo (que le oí una vez en una entrevista a Álvaro Pombo), de que la inspiración te pille currando (que solía decir otro ilustre, en este caso, pintor).
Así que voy a empezar con una nadería que me está carcomiendo por dentro porque por algún sitio tenía que (volver a) empezar.
Hace años, cuando no vivía en la casa de mis padres, solía venir y me pasaba prácticamente todo el tiempo poniendo a punto todo. Al ser una casa tan grande y tan llena de historia la tarea me solía llevar un gran porcentaje del tiempo que aquí pasase.
Si venía un fin de semana, lo básico: limpieza a todo trapo, llenar la nevera a mi madre, echar un vistazo a las plantas, recoger el correo y poner un poco de orden. Si venía a pasar las vacaciones: vaciar el garaje, limpiar el desván o mover los muebles de sitio con todo lo que tuvieran dentro.
Había una tarea que suponía una especie de colofón: el jardín. A mi llegada el jardín solía lucir como un mini Amazonas plagado de vegetación campando a sus anchas. Nada que ver con el estilo francés que mi padre quiso otorgarle en algún momento de su vida.
Era una paliza: sacar los aperos, segar lo que cada vez era menos césped, limpiar los caminillos, echar un vistazo a las jardineras, regarlo y recoger de nuevo todo. Muchas veces, cuando el tiempo acompañaba, sacaba un rato para sentarme en los escalones o en alguna de las hamacas, encendía un pitillo y me lo fumaba tranquilamente, con todo el sudor acumulado enfriándome la piel. Eran cinco minutos que me sabían a gloria. Admirar aquella belleza que no iba a poder disfrutar más porque me tenía que volver a Madrid (o Segovia o a Málaga o a Barcelona o a València).
Pues bien. Llevo dos años y un mes —casi dos— viviendo aquí, en la casa de mis padres, que ahora es mía, y el jardín luce casi perfecto, aunque la intuición me dice que me va a suceder algo parecido a lo que me pasaba cuando solo venía a pasar unos días por el pueblo. Me dice que me queda poco por estos lares y también me dice que me voy a tener que ir, con un poco (mucha) de suerte, dejando la casa como me hubiera gustado encontrármela cuando vine, como si de una broma se tratara, un lejano 28 de diciembre.
Son dos los deseos que más tiempo me han acompañado en la vida. El primero tenía que ver con viajar, conocer el mundo y contarlo. Hablo en pasado porque cada vez tengo menos esperanza de que algún día pueda cumplir este punto.
El segundo, tener una casa bonita. Nada me hizo mayor ilusión que cuando mis padres me dejaron escoger los muebles de mi habitación de adolescente y, de paso, algunos del nuevo salón. Han pasado treinta y dos años de aquel momento mágico y nada más ha cambiado, salvo los cambios que hice para que la silla de ruedas de mi madre cupiera por las puertas y una tubería pocha no inundara la casa.
El caso es que tras más de una década detrás de ideas y amagos para arreglar y sacar partido a la casa, con la excusa (además) de estar viviendo aquí, parece que, aunque no pueda cumplir mi sueño de tener una casa bonita, al menos sí que a-lo-me-jor pueda tener una casa recién pintada y con las maderas barnizadas.
Lo malo es que cuando vea las paredes lisas, los suelos brillantes, los muebles por fin en su sitio (¡la habitación de mi hija, la pobre, que ni tiene!) tendré que sentarme en la escalera, esta vez sin pitillo, admirar el desgastante trabajo hecho y cerrar la puerta con todas las vueltas de llave echadas persiguiendo el horizonte de otra incierta mudanza.
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