9/12/13

Delicia.

Cuando nos planteamos unas vacaciones en Rusia mil años ha, nos sorprendimos con la cantidad de trámites burocráticos que había que hacer antes. Acostumbrados a coger cuatro cosas en una maleta, la cámara de fotos y una guía comprada a última hora para marcharnos a la aventura (a veces sin contratar ni un hotel), el hecho de organizar un viaje con tres o cuatro meses -no recuerdo la eternidad que tardan en darte el visado de turista- se me antojaba extraño.

Durante ese tiempo tuve ocasión de empaparme bien de la cultura y lugares imprescindibles que visitar en el país de los Urales. Ya había devorado los escritos de Dostoiesvki -y otros- con absoluta devoción, pero suponía que el Píter del siglo XIX poco tendría que ver con el de principios del XXI.

Fuimos leyendo y escuchando por boca de otros viajeros que era un país hostil, que la gente apenas sí entendía el inglés (doy fe), que era peligroso andarse solo por las calles, sobre todo si tenías aspecto de checheno O_o, y bla, bla, bla. Con semejante panorama empecé a estudiar algo de cirílico para poderme comunicar, escrutamos el aspecto estándar de los oriundos de Chechenia y contratamos un viaje semiorganizado. 

El horror. No Rusia, sino el viaje semiorganizado. Éramos un grupo comandado por una rusa chillona que nada teníamos que ver los unos con los otros. Mientras la mayoría estaban locos de contentos perdiendo hoooooras entre matrioskas y memorabilia del comunismo, la menda se rebotó en medio del kremlin moscovita porque no pudo ver en condiciones (¡¡¡ni diez minutos!!!) el campanario de Iván el Grande. A modo de protesta me aplomé al lado de un jumento metálico, que de puro enorme nunca se pudo tañer, repitiéndome cual mantra una y no más Santo Tomás.

Hablamos con la guía y negociamos nuestra puesta en libertad. El trato consistió en que las ciudades las veíamos a nuestro antojo y solo acudiríamos a las celebraciones en común (el vodka, el caviar y el ballet, después de todo, son caros allí).

En San Petersburgo empezamos a coincidir en los lugares más insospechados con una pareja de Luna de Miel que pertenecía a nuestro abandonado grupo. ¿Qué hacéis aquí? Os habéis escapado,¿eh? Efectivamente habían hecho lo mismo que nosotros. Compartimos con ellos varias visitas a monumentos y museos y, es curioso, pero solo recuerdo un detalle de los dos. No es su voz o los ojos o las manos, ni siquiera sus nombres. Recuerdo que para ellos cualquier cosa era deliciosa. Daba igual que fuese una columna barroca, un icono bizantino, una flor en los Jardines de Verano o un plato humeante de borsch. Todo era de-li-cio-so.

Hoy, no me digan porqué, han venido a mi memoria. Me pregunto cómo les habrá ido en estos años. ¿Seguirán trabajando en lo mismo? ¿Vivirán en la misma ciudad? ¿Tendrán hijos? ¿Se habrán divorciado? Igual alguno de los dos está terriblemente enfermo o peor... ¿Habrán vuelto a Rusia? ¿Seguirá siendo delicioso su adjetivo de cabecera? Y pienso que si ellos sintieran la misma curiosidad por mí que yo por ellos en este instante, lo único que les podría decir es que me conocieron siendo rubia platino y ahora llevo mi tono natural de pelo.

La fotografía más deliciosa de las que disparé allí, desde mi absolutamente subjetivo punto de vista.

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