31/12/18

El año de la inutilidad.

No recuerdo año de mi vida más inútil que este que está a punto de expirar. Ni siquiera aquel periodo en el que me quedé colgada por dos décimas para poder entrar en Ciencias de la Información, que me pareció un absoluto drama ¡perder un año académico!, fue tan estéril. Porque aquel drama hizo que estudiara fotografía (cosa que ya me apasionaba) en Barcelona, que empezara a trabajar como profe de ídem para el ayuntamiento, que colaborara en un fanzine entre macarra y naif y que me diera cuenta de que el novio que por entonces tenía era un gilipollas (por decir algo suave), al menos en su relación conmigo.

Del 2018, a efectos prácticos, no puedo rescatar nada. Si por arte de magia desapareciera de los años que he vivido, mi trayectoria vital no perdería ni un gramo de esencia.

Sin embargo es el año en el que más he pensado de toda mi existencia. Sí: pensar. Me he pasado días enteros, semanas enteras dándole vueltas al tarro, con cero acción, más allá de la básica para sobrevivir. Y quizá por eso he extrañado más que nunca a mis padres y a mi ex-abuela porque tanto pensar ha generado en mí decenas de preguntas que me hubiera gustado hacerles y que me contaran de tú a tú.

A mi padre sobre su pensamiento político, que le tengo más o menos claro, pero me he percatado de fisuras en el mismo por el que se colaban cosillas que... A mi ex-abuela sobre cómo llevaba vivir tan sola, sin hijos, ni padres, ni hermanos, sin nadie que se pudiera llamar familia (tradicionalmente entendida, claro, porque fuimos, en algún momento de los treinta y nueve años que vivimos juntas, familia, creo). A mi madre sobre la infertilidad y sobre la fuente de su arrojo ante la vida.

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