6/8/20

Amamantar

Estamos casi al final de la Semana Mundial de la Lactancia Materna. Para mí ha sido un honor que me hayan pedido que escribiera unas palabras sobre mi experiencia amamantando a mi hija. Como adelanto puedo decir que es uno de los actos más maravillosos que he llevado a cabo en toda mi vida, aunque no todo ha sido de color rosa (ni mucho menos).

Aquí va mi escrito.

La maternidad está llena de baños de realidad. La lactancia, como parte integrante de esta, no podía ser menos. Me sorprendió que mi matrona -Ana de nombre- me invitara a un grupo de lactancia cuando todavía me quedaban cuatro meses para dar a luz. ¿Lactancia? ¿No sería mejor empezar por la preparación al parto? Pero… si dar la teta es ponerte al niño en brazos y listo, ¿no? Pues no, no es ponerte al niño en brazos y que fluya la cosa. Aunque esto lo sé ahora, a posteriori.

Cuando nació mi hija y me la presentaron horas después de salir ella de la incubadora y yo del quirófano, me sentí como las orangutanas que viven en cautiverio, que no saben qué hacer con sus bebés. Salimos del hospital veintiún días después con una media de ocho biberones de fórmula al día y apenas nada de lactancia materna. Lo percibí como un fracaso más de mi ansiada maternidad. Si bien soy terca como una mula y me propuse hacer todo lo que estuviera en mis manos para lograr que mi hija se alimentara de la mejor forma posible: asesoras, grupos de apoyo, sacaleches, relactadores, todas las lecturas del mundo y un tesón infinito.

No ha sido un camino de rosas. La lactancia, incluso yendo bien desde el principio, es dura, es sacrificada. Te dan ganas de abandonar porque tu bebé no coge el peso suficiente, porque te dicen continuamente que tu leche no alimenta, porque ¿por qué no le das una ayudita? y tú te encuentras tan cansada...

Pero llegó el día, hace unos meses, en el que mi niña dijo que no quería más biberones. Llegó otro en el que me dejó de dar corte amamantarla en público. Un tercero en el que ya no me importaban las pocas horas de sueño. Y entonces ella empezó a juguetear conmigo, con sus manitas y sus ojos negros, durante este momento tan íntimo que supone alimentarla, confortarla, admirarla, quererla.

Fue ese el instante en que supe que todo aquel esfuerzo y todo aquel pesar del principio habían merecido la pena.

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