Reconozco que al principio el confinamiento me vino de perlas. Fui feliz esos cuarenta y ocho días de encierro porque no tenía la obligación (¡todo lo contrario!) de salir a pasear con mi bebé, algo que me causaba un pavor irracional. Se había parado la rueda de hámster (todo lo que se le pueda parar a una primeriza criando cuasi en solitario) y podíamos, al fin, pensar. Me fastidiaba no poder aprovechar la ingente cantidad de recursos gratuitos que empezaron a surgir por doquier, pero estaba disfrutando de mi niña. Pude sentir su crecimiento segundo a segundo sin remordimiento alguno. Esto es un lujo, incluso en los tiempos que corren.
Salíamos a aplaudir casi todas las noches, integrando así las palmas en nuestro Protocolo Sueño. Me daba la sensación, hace un año, de que íbamos a salir mejores personas de esta, preocupados por la colectividad, por echar una mano al vecino, luchando por lo que es de todos y de nadie en concreto... además sabiendo tocar la guitarra, hornear pan y habiendo mejorado nuestras āsanas de Yoga.
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Yendo a por acopio de pan. Al fondo, la playa de la Malagueta con ni quisque. |
Un año después la tendencia que siento es casi la opuesta. Más divididos que nunca, polarizados, centrándonos en aspectos de la vida que no son importantes, pobres como ratas. Por si fuera poco no hemos pasado de un par de acordes con la guitarra, el pan tiene dificultades para esponjar en el horno y el Yoga nos repugna. Ansiamos volver a lo de antes, aunque fuera también una mierda: al menos podíamos vernos más allá de la videollamada.
Ojalá sea temporal, sea solo hastío.
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