Crecer en una granja es genial. Sobre todo si obviamos la función central de la granja en sí, esto es, el avituallamiento de los seres humanos. En la mini granja que tenían mis padres el hecho del sacrificio animal quedaba soslayado -salvo en San Martín, que aquello era como las fiestas mayores del pueblo- por múltiples formas de amor hacia los bichos como tener que pernoctar al lado de una cerda que estaba a punto de parir, cabalgar con mi caballo por la pradera, jugar a mochar con los cabritillos...
Mi padre tenía una vocación de criador y científico increíble. Durante años cruzamos diferentes linajes de pastor escocés para conseguir al final que una de las hembras que teníamos diera a luz a un precioso cachorrillo con capa blue merle, que nos robaron de la puerta de casa antes de que cumpliera un año. Pero donde realmente disfrutaba de verdad con sus experimentos genéticos era con la cría de canarios, algunos por su canto y otros por su belleza.
Siendo yo chiquitina fuimos a un vivero que había cerca de casa para hacernos con unos plantones de árboles no demasiado grandes con la sana intención de soltar ocho parejas de canarios en una habitación y dejarlos criar a su libre albedrío. Compusimos, por decirlo de alguna manera, un pequeño ecosistema semi artificial con agua a raudales, ramas colgantes, palitos y pelos para hacer nidos, comida en abundancia y los arbolitos comprados. Soltamos los canarios y no pasaron ni diez días que ya estaban emparejados y empezaban a construir sus propios nidos.
Sin embargo mi padre estaba con la mosca detrás de la oreja. Observaba a los pajarillos horas y horas embelesado y se percató de que uno de ellos -ni el más guapo ni el mejor cantarín a ojos de un humano- estaba liado con absolutamente todas las canarias. Cada canaria tenía su pareja formal, una suerte de San José Obrero que le alimentaba y cuidaba mientras ella empollaba los huevos, con derecho a roce de vez en cuando. Mientras el gigoló tenía su pareja, sí, pero ciertamente desatendida: estaba más preocupado de las visitas al resto de los nidos que de llevar comida a la hembra y a los polluelos.
No existe moraleja en este cuento, queridos lectores, el experimento fue un fracaso.
10/10/11
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Pues moraleja no tendrá, pero a partir del penúltimo párrafo dan ganas de ponerse a sacar unas pocas, sí.
ResponderEliminarEs que yo quiero que cada uno saque sus propias conclusiones, Neo. No soy partidaria de la fidelidad a ultranza sino más bien de la lealtad en la pareja o matrimonio o lo que sea. Realmente en cualquier tipo de unión (filial, amistosa, amorosa...). Creo que el canario gigoló fracasó con su propia familia no por serle infiel sino poco leal. Si adquieres unas responsabilidades (incluso biológicas), deberías apechugar con ellas, ¿no? Una vez hechas estas, ¿qué más da que visite otros nidos? No sé si me explico...
ResponderEliminarLa entrada la escribí porque la actitud de ese canario me recuerda un poco a la actitud de un conocido mío que se muere por tener una familia pero no hace más que ir picando de flor en flor descuidándose incluso de sí mismo (o eso me parece a mí). Quiere comprometerse y a la vez es alérgico al compromiso. Espero que la vida y sus decisiones le acaben conduciendo a la felicidad, pero, no sé, le veo tan tan tan desorientado que -espero que no- al final lo mismo termina como el pájaro de esta ¿fábula? No sé...
Es un tema muy raro. No tengo una opinión muy clara al respecto o no entiendo muy bien lo que quieres decir.
ResponderEliminarLa red ha roto montones de familia bien atendidas
Besos
Realmente no quiero decir nada, Aquí. Simplemente expongo un experimento que hicimos mi padre y yo hace muchos años y que salió bastante mal porque apenas nacieron unos pollitos. Problemas territoriales y demás. El canario gigoló, su actitud de ir de nido en nido (y aquí nido no significa familia sino fémina) me recordaba a un conocido, simplemente eso.
ResponderEliminarUn besote.
Cal.
Lo sé. Lo sé, aunque me has hecho pensar sobre ello.
ResponderEliminarBesos
De eso se trataba, Aquí. Un besote, guapa.
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