18/2/12

Pequeña historia paterna

Acabo de ver Big Fish y estoy con una llorera, ni se imaginan. Pero siempre me ha pasado cuando he visto esta película de Burton, desde la primera vez en la fila cuatro de un cine hasta hoy mientras estaba planchando, que vendrá a ser la quinta o sexta vez que la veo. Entonces, cuando la estrenaron, no era tan llorica como ahora, pero después de haber terminado todos los títulos de crédito yo seguía ahí apoltronada en la butaca sin poder moverme, hipando como un niño pequeño, con el último pañuelo de papel que andaba perdido por mi bolso ya húmedo y roto apretado en el puño, con los ojos como un panda por el maquillaje disuelto. Para la inmensa mayoría de ustedes Edward Bloom será un personaje de ficción más. Para mí Edward Bloom es el fiel retrato cinematográfico de mi padre, salvo por lo pelirrojo.

Suelo tener mala suerte (aunque ya les contaré, que parece que he tenido un golpecillo de la buena), pero muchas veces digo que si carezco ahora de fortuna, es porque el cuatro de noviembre del 75 mi padre entró a formar parte de mi vida y la gasté toda.



Nunca sabré ya con certeza si todas las historias que me contaba eran verdaderas o estaban lo suficientemente aderezadas como para tapar el sabor de un bistec seco a base de ketchup, pero toda esa fantasía ha sido -estoy convencida- la que me ha convertido a mí en fantasiosa, para lo bueno y para lo malo.

Mi padre, último hijo de una familia de nueve hermanos, pasó por una guerra, pasó por una posguerra en la parte de los vencidos, por un seminario para no morirse de hambre tanto física como intelectual, por una difícil (y pintoresca) conquista amorosa que luchó hasta el fin de sus días, por unos cuantos trabajos en los que consiguió el beneplácito de todos sus compañeros y jefes. Todo el mundo le quería. ¡Era imposible no quererle!

Se murió casi en mis brazos. Yo le estaba novelando el último eclipse de Sol del siglo XX, que hacía apenas horas había pasado, lo mismo que él me contó todos y cada uno de los días de mi infancia un cuento diferente, inventado o no, nunca se habría podido saber. Aún recuerdo el día en el que a Blancanieves le olían los pies, ¿cómo podía ser que a una princesa le olieran los pies? Me hacía enfadar posiblemente como excusa para después darme un achuchón.

Los caracoles se lavaban en lavadoras. Los grillos eran la materia prima para hacer betún. Los rayos gusanos de luz que recorrían el cielo en verano y la lluvia el pis de los angelitos. El castillo de mi pueblo era a veces la casa de unos indios apaches y otras la morada de una bruja mala-malísima que amenazaba a los niños que subían hacia las almenas ruinosas. Más de un novio estrenó su matrimonio con la cabeza metida en la tarta nupcial. En la verbena de San Juan mi padre agarraba a mi madre en una espiral de movimientos acompasados en la que los demás bailarines parecían ir al ralentí de ellos, que jamás se dejaron de mirar de esa forma en la que a todos nos gustaría que nos miraran.

En su despedida no faltó nadie que hubiera sido importante en su vida. La gente no cabía en la colegiata a pesar de estar en pleno Agosto. Me hubiera gustado estar más entera para poder haber negociado con el párroco la música que iba a sonar en su sepelio. Estoy convencida de que habría sido Angelitos Negros de Machín con la que a él le hubiera gustado decirnos adiós a todos nosotros, bailando, cigarrillo en mano, con su sonrisa perenne dibujada en una cara ya de viejo.

4 comentarios:

  1. Llevo toda la tarde viendo en Twitter a gente viendo esa película, que por cierto yo no he visto, así que creo que debería, ¿verdad? Qué homenaje más bonito. Así debería ser siempre la visión de un padre por su hijo: de esa admiración que se les tiene de pequeños, mantenida a lo largo de los años, mezclada con un cariño afianzado por cada cuento contado, por cada caricia...
    Das envidia, Cal.

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  2. ¡Gracias, Teresa! Coincidencias de la vida, no me digas cómo, ayer me topé con tu blog. Al final va a ser que sí que existen. Pasaré por allí a menudo. :-)

    Es una película muy bonita, muy vitalista, con una visión de la muerte muy peculiar, muy burtoniana. Posiblemente sea de las obras menores del director, pero aún así a mí me encanta, aunque como ves, por otros motivos. Seguro que te gusta.

    Mi padre y yo siempre tuvimos una relación muy especial. Al fin y al cabo yo era el niño -sí, el niño, no niña- que le hubiera gustado tener, así que estaba todo el santo día con él haciendo cosas de chicos. También discutíamos un montón, no creas, pero si alguien de mi familia supo entender con precisión mis subidas, mis bajadas y mis anhelos fue él. Desde que se fue todo es como menos auténtico, menos "vida", no sé si me explico.

    Un besazo, Teresa.
    Cal.

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  3. Es muy emocionante, esto, Cal.
    Sí que tuviste suerte, sí. Es muy bonito todo lo que cuentas de él; de vosotros.

    Y la foto me encanta. Tú "estás igual". ¡En serio: los mismos ojos, la misma mirada!

    Un beso.

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  4. ¡Hala, igual que cuando tenía ni un año, xagerao! Lo que sí que cambió fue mi color de pelo (que me lo tapaban por ser canela-rojizo, cosas de los pueblos) y la nariz, creciendo hasta el infinito y más allá. :)

    Gracias, Portorosa. Simplemente le echo de menos, no es más que eso. Si es más que eso, pero, bueno, la ausencia más o menos. (Momento autocompasión) Me da no sé qué ya no tener a nadie de mi familia, ser yo la generación presente y única (fin momento autocompasión).

    Voy para tu blog, que es nuestro cumple, Porto. Jo, ¡¡¡¡siete años, guau!!!!

    Beso también para ti.
    Cal

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