El día anterior había tenido un accidente de tráfico, nada importante, salvo el susto. Más que un bollo el Golfo tenía una panadería al completo en la chapa. Todo el lateral derecho hundido.
Berreando de una manera semejante a la de los párvulos cuando les llevan a la escuela el primer día de clase, me atreví a coger las llaves del garaje y las del coche y conduje hasta el trabajo. Después de los trece kilómetros que separaban la minimansión del cubículo oficinesco vinieron noventa mil kilómetros más.
No hace falta moraleja. Estoy tratando de convencerme a mí misma de que el paroxismo solo conduce a la nada. De que depositar la confianza en lo ajeno, en lo que va más allá del cuerpo (y mente) que se habita, es erróneo. De que si sucede lo contrario, es únicamente cuestión de suerte; y suerte, lo que se dice suerte...
Allá por el pleistoceno, cuando la Baronesa y yo estábamos recién casados, le pasó algo similar, aunque en este caso el lateral que sufrió fue el de un vecino. Y el cabroncete fui yo. Vivíamos en un pequeño pueblo a veinte kilómetros de la capital, donde no había ni tiendas. "O lo llevas tú, o no compramos y no comemos". Y hasta ahora.
ResponderEliminarPara mí la moraleja es evidente y conductista. Sin embargo, no sé dónde nos lleva. Pero llevo mucha vida creyendo que para tener suerte hay que decidir creer en que uno la tiene. Tal vez sea verdad, tal vez sea cuestión de que he tenido la suerte de que lo sea.
Para mí este fue el cuarto accidente. El primero lo tuve con seis añitos, angeluco, que no me llegaban los pies al embrague (lo he contado ya, ¿no?).
ResponderEliminarNo creo en la suerte y menos en la buena, NeoGurb. Funciona el trabajo y la perseverancia de cada uno de nosotros. Luego, a lo mejor, encuentras a alguien o algunos que confían en ti y entonces todo va bien. Supongo. :-)
Por cierto, y aunque no tenga nada que ver, está nevando en la capi. :'-) Hoy tendría que ser un gran día. Lo va a ser de hecho.