24/4/13

Los puentes de la A67.

Este finde tenía un dilema. Una tontería: ni quería irme a mi pueblo (abrumada por la toma de decisiones difíciles), ni quería quedarme en la capital del reino (condenada a la más absoluta de las soledades). Tampoco tenía dinero para, no sé, pasar un día por ahí perdida (aquí, sí, con la búsqueda de la soledad a posta). Así que retomé una antigua afición: coger el coche huyendo de la grande babilón hacia mi pequeña villa norteña perdiéndome por las carreteras secundarias de la piel de toro. Un traslado de tres horas que se convirtió en un viaje de más de siete. Fuimos a parar al Museo Nacional de Escultura. Les aconsejo la visita aunque no sea más que por ella.

El rodeo hizo que, en vez de surcar el asfalto de la A1, tuviera que tomar la A67 para llegar a la meta y ese trayecto, con mis montañucas como telón de fondo allá, a lo lejos, me hizo recordar las excursiones que nos marcábamos mi madre y yo la temporada que estuve viviendo con ella y el señor alemán.

Llega un momento en el transcurso de la enfermedad que, de puro avanzada, la persona no se puede quedar sola con Herr Alzheimer. No es coña: trabajando para un periódico, me la llevé más de dos veces a cubrir una noticia. Trataba que fueran eventos culturales para que ella se divirtiera. No me la imagino en un pleno municipal diciéndome cada dos por tres Calamidad, ¿cuándo nos vamos?

Un día me tocó ir a la capital de provincias para recoger un diploma. Encontré babysitter allí, así que se vino de paseo conmigo cambiándole el coñazo corporativo del acto oficial por un recorrido calle Mayor arriba calle Mayor abajo mirando escaparates.

De vuelta, contentas las dos -ella con una nueva camisa y yo con un papelajo inútil más-, le notaba que, cada vez que cruzábamos por debajo de un puente, agachaba levemente la cabeza mientras se protegía con las manos. La miré un par de veces y me reí, ¿qué pasa momi? Lo que pasaba era algo tan peregrino como que tenía miedo de darse un golpe en la frente con las traviesas de la autovía. Al segundo mi risa y su temor se convirtieron en una sonora carcajada.

Con la alegría dibujada en nuestras caras proseguimos por la A67, con Gainsbourg pinchado a modo de karaoke, bajando levemente la mocha cada vez que un desvío pasaba por encima de la carretera, hasta que un castillo apareció majestuoso sobre un otero señalándonos el fin de nuestra ruta.

Casi igual que el viernes pasado.

2 comentarios:

  1. Cal, no sé que pretendías. Pero es precioso.

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  2. Jo, gracias neoGurb. :'-) Te diré que me ha costado medio hígado teclear algo, así que si te parece precioso, parece que ha merecido la pena.

    Hace unos meses (un año largo) me pidieron que escribiera un libro sobre el alzhéimer. ¿Escribir? ¡¿yo?! No es falsa modestia: el proyecto me queda grande. Pero si algún día decido enfrentarme a él, este será un capítulo.

    Un besazo.

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