Ya cansada de aplanar mis posaderas en la silla del estudio, decidí ir a convertirlas en culo-carpeta al sofá de la sala, mucho más mullido. Fui con papel y pluma porque los ojos también se resienten después de unas cuantas horas frente a la hoja digital en blanco, pero cometí el desmán de cambiar la pantalla del ordenador por la de la televisión.
Cómo está la caja tonta, madre. Después de dar dos rondas completas por todos los canales de la TDT me topé con Sex and the City en el Divinity. Había comenzado hacía unos minutos. Rompí la impepinable de jamás de los jamases ver una peli después de que hayan pasado los títulos de crédito, pero en mi cabeza resonó el eco de una de las íntimas que ocupan el hall of fame de la amistad -Speranza Gon- diciéndome «Calamidad, que no es ninguna frivolidad, que tienes que ver la serie».
No sé qué pasa con Sex and the City que, de acuerdo, no tengo demasiadas amigas mujeres, pero todas las féminas con que me topo la recomiendan con creces. Y yo, que soy vaga por naturaleza, lo de dilapidar cuatro mil doscientos treinta minutos viendo una serie en la que a priori solo me interesan zapatos por los cuales sería capaz de matar, no me apetece. Tengo suficiente con echar un vistazo a la Vogue de vez en cuando.
Pero anoche me quedé ¿mal? gastando los ciento cuarenta y cinco minutos, sin publicidad mediante, que dura el largometraje.
Mi opinión, formada fundamentalmente por las tres primeras temporadas que tuve que ver en un dvd a una velocidad 16x para seleccionar planos con los que montar un simulado de spot de hipotecas para un banco, no varió demasiado. Cuatro pijas neoyorquinas que no sé de dónde coño sacan tanto dinero (¿de veras pagan esas barbaridades en los rotativos yanquis por escribir una columna semanal?) que, con la falsa apariencia de la realización laboral e ir pasándose por la piedra a lo más granado de la ciudad y contarlo sin tapujos (aquí reside la genialidad, pienso), lo único que buscan es un marido que les haga niños y les proporcione una buena ración de bolsas de Gucci llenas de trapos para ir semanalmente a una cita-cena en la que se cuentan todas las vicisitudes de su azaroso día a día entre spas, tiendas, problemas con la asistente personal y salones de belleza (qué tufo a Tea Party).
¿Que si no me da envidia? Poj claro, ¿a quién no que presuma de condición cosmopolita? Me da pelusa la poca o ninguna necesidad material que pasan, su éxito profesional (deberían contar también el esfuerzo que cuesta, que normalmente no se suele alcanzar por llevar un vaso del Starbucks taladrado a la mano) y la suerte que tienen por poder verse tan a menudo. Pero nada más.
En cualquier caso anoche me levanté del sofá de la sala hacia la silla del estudio con la firme proposición de seguir inmersa en la fase creativa de la desesperación con un rún rún pululando dentro de mi cabeza que espero no se me olvide en mucho tiempo: tengo que quererme ¡adorarme! a mí misma por encima de todo y todos.
Debe de ser que soy muy hombre, pero me parece una serie (y una peli) absolutamente aborrecible. ¿Eso son mujeres de hoy, liberadas y modernas? No sé quiénes son los guionistas: si son hombres (cabrones), lo entiendo. Si son mujeres, merecen una visita al castillo de Lord Bolton, para que alguien se fabrique un bolso a su costa. Bajo la supuesta liberalidad de chicas folladoras, se esconde un hedonismo absolutamente sexista: echad un buen polvo si queréis, pero después ni se os ocurra pensar en nada que no sea un tío o ese bolso de Gucci. Sed modernas, pero manteneos siendo menos profundas que un charco.
ResponderEliminarAmén.
ResponderEliminar(Por una vez en mi vida voy a ser breve. :-D )