29/7/14

Agarrarse a la vida con uñas y dientes.

Quizá es porque vivo en un distrito de Madrid en el que la media de edad de su población (autóctona) rondará los ochenta años que no hago más que ver viejos por la calle. Los veo todos los días, a todas horas. Cuando voy al garaje, a por el pan, a tomarme una cerveza en el bar de la esquinita, en el mismo bar, ocupando todas las mesas de la terraza, en el consultorio (sobre todo ahí).

A algunos los tengo fichados. Un hombre con gorra de beísbol, y gafas metálicas (de las que ahora se consideran out), y cascos rojos de los pequeñitos que se meten en el oído, siempre acompañado de un west highland terrier blanco tan vetusto como su dueño. Cuando la Bestia Parda vivía, nos los solíamos cruzar por el parque, por la calle, volviendo o saliendo de casa. Ambos sabemos que nos conocemos, pero hacemos por no conocernos.

Hay otra señorina -y digo señorina porque de puro pequeña un día implosionará en sí misma- cuya presencia provoca en mí el magnetismo de los imanes sobre los metales. Solemos cruzarnos cuando estoy sentada en la terraza del bar de hace dos párrafos frente a una jarra y dos pinchos y ella vuelve de por el pan. No creo que sea consciente del estilo que tiene. Me encantan sus vestidos floreados, sus sandalias planas llenas de tiras y me provoca envidia su pelo blanco liso, cortado en media melena y normalmente sujeto con una diadema negra fina o en una sencilla cola de caballo. Su andar indiferente, pero feliz, decidido. Aún no parece haberse dejado derrotar por la vida y rondará ya los cien años. Si no fuera una cobarde, le pediría que posara ante mi objetivo.

Ni qué decir tiene que me relaciono con todas y cada una de mis añosas vecinas. Mi escalera me recuerda un poco al pueblo. Nuestras conversaciones se manejan entre los medicamentos que toman y los achaques que tienen. Poco más, si acaso me hablan algo de sus hijos o me preguntan por la perra (una de ellas que sufre, visto lo visto, demencia senil por lo menos ya que el perro se me murió hace tres años).

Me llaman poderosamente la atención los viejos medio pochos o pochos por completo, acompañados de alguien, normalmente hijos o nietos que seguramente estén en el paro en el peor de los casos o haciendo equilibrismos entre su vida laboral y su vida familiar en el mejor. Crece exponencialmente el número de ellos que se enhebran del brazo de alguna mujer, sobre todo americanas coquetas y/o estrambóticas, que parecen no prestar especial atención a lo que sale por las bocas desdentadas de mis observados.

No puedo evitar que estos últimos me den cierta lástima cuando no directamente pena. ¿Para qué seguir así? ¿Qué interés tiene la vida cuando ya no puedes ni bajarte las bragas para mear?

Hace unos días terminé la novela de Lara Moreno Por si se va la luz y me hizo pensar en esto que escribo. Uno de los personajes, igual de fósil que la orilla del río por la que no corre agua, enferma hasta el punto de necesitar los cuidados continuos de terceros. Otro de los personajes le obsequia con una frasquito de láudano que... no les desgracio el libro si les digo qué pasa, pero no se lo voy a contar. Léanlo.

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