2/7/15

La lógica del mercado.

Hace unos días finalizó uno de los concursos con más caché dentro del ámbito reality culinario de la pequeña pantalla. Una perífrasis como otra cualquiera para decir que finalizó Master Chef. No me cuenten nada porque me pilló de viaje y no pude verlo. Seguidora fiel no soy, pero de vez en cuando atendía a alguna de las recetas y al final quedé atrapada por las intrigas palaciegas de los cocinillas.

Me llama la atención una particularidad del product placement del programa. La risueña Eva González recalca por activa y por pasiva que toda la comida que no se utilice durante las grabaciones será donada al Banco de Alimentos. Es una acción loable como pocas con la que está cayendo. Todos pensamos oh, qué desprendidos los de El Corte Inglés cada vez que escuchamos el guión. Y poco a poco, de la misma manera que empezamos a ver la tele el martes por la noche a cuenta de los platos y terminamos más interesados en las puñaladas traperas de los concursantes, dejamos de comprar en nuestro supermercado habitual y entramos en el de la banderita verde, que son muy majos y ayudan a la gente (ojo, es una visión muy simplista del efecto que genera el márketing social, iknowit).

El caso es que si son clientes habituales de dicho comercio, se habrán percatado de que tiran a la basura los comienzos y los culos de, por ejemplo, los embutidos. Me pregunto si esas partes no se pueden comer. Como hija de carnicera que fui, puedo decir que no me he muerto por echarme al coleto el final feúcho del jamón york. Tampoco he desarrollado ninguna enfermedad incompatible con la vida por zampar los culetes de las longanizas vigitanas, con lo ricas que están.

Ayer por la noche, precisamente comprando en el hipermercado del holding, salvé de la quema a una cola de merluza. Estaba tan brillante y zaína que me la tuve que traer a casa, pese a que comprar un kilo y medio de dicho producto es una barbaridad para un par de personas.

En fin, no sé cómo concluir. Solo recuerdo que el padre de mi muñeco presioso cuenta de vez en cuando que cuando trabajaba de carnicero (Dios nos cría y el viento nos amontona) en una galería comercial que nada tiene que ver con la banderita verde, le daba pena tirar piezas de carne que se estaban poniendo feas y prefería regalárselas a la gente que no podía comprar carne. Su jefe le despidió aludiendo que si todos hicieran eso, iba a terminar por no vender nada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario