12/12/18

Por tierras desconocidas.

El pánico más absoluto que se puede vivir en solitario, en la actualidad, en nuestro cómodo primer mundo, podría ser este: estar en el extranjero y que tu móvil –habitualmente un smartphone– diga que hasta luego, Maricarmen.

Pues eso mismo me ha pasado esta pasada semana. No sé por qué motivo mi compañía de teléfono no ha activado el roaming, dejándome sin llamadas, ni datos, ni ná durante cinco días en un país no hispanoparlante (aunque reconozco que he estado hablando más en español en Holanda que ciertos días en Andalucía).

Pensaba anteanoche, en uno de los momentos de mayor desasosiego por tener que ir al día siguiente a una zona poco turistificada del extrarradio (conocen, queridos lectores, cuál es una de mis mayores aficiones), que les iba a poner pingando a los del teléfono nada más bajase del avión, ya en España. Pero no lo he hecho y creo que no lo voy a hacer, la verdad.

La razón: me lo he pasado francamente bien.

He comido en restaurantes que por intuición me resultaban interesantes y no me he equivocado demasiado. He consultado los mapas de papel –una vez el GPS en el hotel– para ir a tal o cual hito. Me he manejado muy bien con el transporte público, con sus grafías eficazmente diseñadas; si me liaba mucho, preguntaba a algún lugareño. He leído muchísimo, teniendo en cuenta que no suelo leer casi nada cuando viajo (salvo durante el desplazamiento si no conduzco yo, obvio) y lo mejor es que he conocido gran parte de la esencia de la ciudad que he visitado gracias a dichas lecturas y, sobre todo, a mi observación directa de la realidad, que entraba por mis propios miopes ojos y no a través de una pantalla.

No es fácil vivir sin móvil hoy en día –les digo que he ido sobrada de ansiedad a ratos–, pero no es imposible y, es más, me atrevería a decir que como experiencia de vida es incluso mejor.

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