No me digan ustedes que nunca han fantaseado con la idea de enganchar un Thunderbird del 66, coger a su mejor amigo/a y largarse por polvorientas carreteras al sabor de la aventura al más puro estilo Thelma & Louise (con o sin ese final). Pues no era un Ford Thunderbird, sino un VW Golf del año de la pana y no surcábamos las Route 66, sino la A30 y la A3 (y la A7 en un momento de despiste espacial). Tampoco nosotras somos tan mojigatas como Thelma ni estamos tan desmoralizadas como Louise, pero ahí cabalgábamos hace ya dos meses Speranza Gon -amiga de esas que se cuentan con los dedos de una mano- y yo el asfalto, yendo y volviendo de Murcia en tan solo 24 horas.
Conocí a Speranza Gon por esas cosas del destino que, cuando te cierra una puerta, te abre otra. Después de vivir un año de universidad en un piso compartido con las que eran mis grandes amigas de la facul, que acabó como el rosario de la aurora, tuve que volverme a la residencia de monjas de la cual me habían echado años atrás. Me admitieron, supongo, por falta de quorum de niñas internas.
Speranza venía rebotada de otra universidad, de haber gastado unos años en una carrera que no era a priori la suya, así que no íbamos al mismo curso, pero sí teníamos la misma edad. Enseguida congeniamos, no me digan cómo, pero así fue. Por lo visto una rodajilla de chorizo y las mechas azul eléctrico de mi pelo tuvieron algo que ver, yo no lo recuerdo, pero quizá fue por compartir la sensación de desorientación vital, de urgencia en no se sabe muy bien el qué lo que nos unió.
Cuarto de carrera fue para mí el año del renacimiento. Salíamos de nuevo por los bares de moda como que todo fuera nuevo (claro, para Speranza era todo nuevo), entablábamos nuevas amistades e incluso nuevos rollos amorosos que a veces parecían desembocar en algo más que una noche y la mayoría de las veces se quedaban ahí. Escuchábamos música a todas horas, leíamos libros en una noche, descubríamos que no existe un mal día sino poco colorete y conquistábamos las franquicias de moda en la Gran Vía de Madrid, bautizábamos a un gorrión caído de un nido como Ascroft y a un gato gordo y malhumorado que venía a ronronearnos cuando tomábamos el sol como Gumersindo, y creo que todas esas experiencias aún no nos han servido para determinar cuál es nuestro camino -estamos casi tan desorientadas hoy como aquel primer día compartiendo una ristra de embutido-, pero es un camino que todavía recorremos juntas.
Ni París, ni Londres, ni novios celosos e historias de amor truncadas por el destino, ni cinco años sin saber una de la otra han conseguido distanciarnos.
Las películas de Tarantino (y la vida en general) me han enseñado que el ochenta por ciento de nuestro tiempo, sino más, está dedicado a actividades hueras que solo sirven para la propia supervivencia, pero Speranza Gon es de estas personas con las cuales hasta ir a comprar champú al Mercadona puede llegar a ser una aventura más trepidante que las de Kipling.
La quiero. La quiero muchísimo y siempre se espera de las personas que cambien con el paso de los años, a poder ser a mejor, pero yo no quiero que cambie esta esencia suya que la hace una persona tan especial entre toda la caterva de gente que ocupa la vida de uno.
28/10/11
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario