28/6/13

Las horas centrales del día.

Son las que más odio. Las doce y treinta y cinco. ¿Qué se hace a esta hora? Nada, dejarse llevar por el estrés cotidiano de una ciudad que ha despertado hace ya unas cuantas horas y parece que se encuentra a mitad de la carrera hacia el recreo crepuscular.

Soy incapaz de acostumbrarme a este ritmo establecido. Lo intento, pero no puedo. Tengo un horario colgado en la ventana del estudio y un cartel enorme con un lettering que me recuerda en mayúsculas "disciplina". Aún así anoche me dieron las cuatro de la mañana lápiz óptico en mano. Obviamente mi bien intencionada agenda se ha ido al garete en la jornada de hoy: ni me he levantado a correr, ni he desayunado escuchando las noticias o leyendo cualquier cosa, ni he encendido el ordenador a la hora pautada. De hecho estoy en pijama, bueno, en negligée que es más cool. ;-)

Tal vez todo comenzó cuando llegué a deshora a matricularme en la facultad y me tocó el turno de tarde en las clases. El espanto más absoluto para alguien a quien, en aquellos tiempos, le gustaba pasar la sobremesa jugando al mus (entonces no tenía Play) o tirada en el césped, grapada mirando las formas que dibujan los cumulonimbos en el cielo. Esa matrícula me hizo saber que el mus no era para tanto y que los bares buenos abren a partir de las nueve de la noche.

Luego ya viviendo en la capital de reino anduve durante un tiempo con un horario laboral demencial colgada entre dos trabajos. El primero comenzaba a las once de la noche y finalizaba a las seis y media de la madrugada. En el segundo se fichaba a las ocho de la mañana y se salía a las tres de la tarde. En ambos había que echar alguna hora extra que otra by the face.

¿Que cuándo dormía? En las horas centrales del día. Estas horas tan feas en las que la luz cae a plomo sobre edificios, árboles y nuestras cabezas recalentadas; en las que los teléfonos no paran de sonar y el buzón del email se llena de mensajes publicitarios y el Facebook se convierte en un hervidero de birria existencial; en las que los seiscientos centímetros cúbicos de las motos te hacen mirar hacia la ventana y los pitidos del autobús se te clavan en los oídos. Lamentablemente nuestra biología no está preparada para aguantar este ritmo demasiado tiempo. Diagnóstico: agotamiento extremo.

¿Qué se hace a las trece y catorce? De no ser por mi vecino, antojado de talar con la motosierra todos los árboles del patio común, aún estaría dormida con la sonrisa dibujada en la cara por haber trabajado ayer por la noche mucho más que cualquier día en el que trato de cumplir con el horario colgado en la ventana de mi estudio.

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