22/10/16

Extrañamente feliz.

Desde que ya no soy joven los sábados me sientan mal. Antes estos días tenían algún aliciente que los hacía especiales frente a sus compañeros: leía por las mañanas hasta la hora de comer, pasaba la tarde arreglándome, salía con mis amigos... No es que siempre hiciera estas cosas, pero casi siempre hacia alguna de ellas.

Ahora son los días en los que se desarrollan la mayoría de obligaciones que no te permiten los horarios diarios: limpiar, hacer recados, planchar, ordenar...  Raro es el sábado que no hago dos, tres o cuatro de estas cosas. Algunos me levanto pronto y trato de disfrutar del café con algo de lectura mientras la casa se despereza, pero me cuesta conseguirlo. A menudo mi cabeza viaja más por lo que queda por hacer que por las hojas de un libro o los post de un blog.

Pero hoy me he notado extrañamente feliz mientras pasaba el paño del polvo por los muebles. Los altavoces silbaban Armchair Apochypha, las ventanas estaban abiertas de par en par, un vecino, enfrente, limpiaba la barandilla de su terraza, una mujer entraba en la peluquería de abajo, los coches circulaban como siempre demasiado veloces por la calle. Comenzaba a llover. Y, no sé, por un momento he sido dichosa, no eufórica, dichosa a secas.

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