3/2/17

Los nombres de los demás.

Durante los años en los que estuve ocupándome del Señor Alemán de mi momi, iba de vez en cuando a desayunar a la cafetería de un hotel en la que uno de los camareros, con el que prosperó más camaradería, me llamaba siempre por un nombre que no era el mío.

A los dos días de fallecer mi momi, haciendo una especie de última parada antes de iniciar el camino de vuelta a la capital del reino, fui a tomar un café a ese lugar y entonces Javi, el camarero, me espetó ¡¿cómo puedes haber estado todos estos años sin decirme que no te llamas Ana?!

No lo sé, la verdad. Ana es un nombre que me gusta. La primera chica del colegio de monjas que me hizo caso, la primera a la que le importó un pimiento que mis padres y yo no compartiéramos material genético para poder ser mi amiga, se llamaba (se llama) Ana. En la Universidad Anita Terremoto fue mi mejor amiga, casi alma gemela, hasta que discutimos a cuenta de un par de pantalones (esto es, hombres) el día que la becaron como diplomada (una fiesta de gran boato en nuestra facul).

En general no conozco a ninguna Ana, ni en persona ni por la tele, que me caiga mal.

Además, cuando aquel hombre menudo de ojos menudos y pajarita menuda me llamaba Ana mientras vertía leche espumosa y templada en la taza de café, imaginaba que mi vida era la de esa tal Ana, meridianamente opuesta a la mía, con padres sanos y familia y amigos amorosos, con una carrera profesional sembrada de posibles, una casa bonita, con sueños factibles...

Esta mañana, al ir escopetada rumbo al garaje a coger el coche para llegar puntual al gimnasio, mi panadero desde hace siete años, mientras barría con afán la basurilla acumulada debajo de felpudo que da la bienvenida a su tienda, me dio los buenos días añadiendo a los mismos el consejo de que no corriera tanto, ¡no sea que te caigas, Ana!

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