16/2/23

Los hombres de antes

Mi primo Albertín tendría hoy unos setenta años. No sé decirlo con exactitud porque he ido al cementerio a mirar su lápida y me he encontrado con una señora en su lugar. 

Nunca coincidimos en vida. Se suicidó con veintiuno, aunque para mí, hasta hace pocos años, siempre se trató de un «accidente». Pensaba en un accidente de coche. Me le imaginaba conduciendo, rumbo a Bretaña, donde vive nuestra tía más joven (su mejor amiga entonces), pegándose una hostia con el 2CV contra las rocas en una curva cerrada. Pero no: se suicidó. 

No sé cómo lo hizo. Al igual que fantaseo con el accidente de tráfico, también me lo imagino disparándose con la escopeta de caza sin tener certeza alguna de que así terminará con su vida.

Albertín, me contaban mi padre (que le quería mucho) y otra de mis tías (esta vez de la rama materna, miembro además de su cuadrilla en tiempos) que era el raro, el extravagante del pueblo. Aquella extravagancia consistía en que le gustaba estudiar, sabía varios idiomas, aunque hablaba poco, y vestía casi siempre de negro. De habernos conocido nos habríamos encantado, intuyo, porque esa originalidad suya también es la mía, salvo en lo de permanecer callado.

Me pregunto aún a día de hoy si se podría haber evitado aquella muerte... Haber estado con él, escuchándole, intentando mitigar su sufrimiento sin juicios ni valoraciones... Haberle acompañado al médico y que no le dijeran solamente «sé fuerte, desarrolla tu resiliencia, sé un hombre».

Existe la creencia de que suicidios y trastornos de índole mental no hacen más que crecer en nuestros días, de que antes no había tanta historia (similar a lo que pasa con la violencia de género). Pero pienso que es errado situarse en ese ángulo para observar este tipo de problemas.

Toda la vida ha existido el sufrimiento psicológico, las melancolías, el estar de los nervios. Lo que sucede es que ahora están más tipificados y, mejor aún, que no provocan tanta vergüenza propia y ajena. Aún queda camino por recorrer, por supuesto, pero admitir que vas al psiquiatra y que haces terapia no es tanto la debilidad de carácter como antes era percibido.

De cuántos silencios atronadores, de cuánta soledad entre la multitud, se nutren frases como la de la imagen, de gente que no pudo —y todavía no puede, por bochorno, por el qué dirán— hablar de su aflicción. Simple y llanamente hablar.

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