19/8/23

Veranos como los de antes

No sé si estoy de vacaciones o no. Esta semana el padre de mi hija sí lo esta y esto supone que en teoría yo pueda dedicarme un poco más a mis cosas y un poco menos a las cosas de todos. 

Hoy —ayer— conseguí sentarme en la mesa cerca de una hora y media. No difiere mucho de los meses normales, esos en los que mi hija asiste al cole y yo, en fin, yo hago lo que puedo con mis cosas.

Recuerdo mis últimas vacaciones de verdad. Mi madre no estaba muy enferma aún y nos fuimos tres días a Puerto de Santa María. Quería ver África desde Tarifa (lo conseguí) y admirar los sarcófagos fenicios del arqueológico gaditano. También visitar Baelo Claudia. Recuerdo que en la playa de Bolonia estuve leyendo Las uvas de la ira amparada por la sombra de un quitasol que compramos en el bar de la entrada.

Nuestra habitación en Puerto de Santa María. Un hotel precioso.

Fue en 2012.

Desde entonces lo único que he hecho en verano (navidades, semana santa y puentes) ha sido servir. Cuidar, primero, de mi madre hasta que falleció y, por defecto del resto de familiares que sí, ellos sí, vienen de vacaciones a mi casa. Total, ¿qué diferencia hay entre cocinar para dos y preparar comida para ocho o nueve personas? Lo mismo con las coladas o con la compra, la limpieza y el orden de la casa.

Ahora cuido de mi hija y por defecto de todos los que vienen de vacaciones a mi casa. Lo mismo me sucede en casa de la familia política: cuidamos de ellos porque la abuela de mi hija ya no puede cuidar de nosotros.

Ahí esta la clave de los veranos de antes, esos que se echan tanto de menos. La existencia de personas (normalmente la madre, la abuela, alguna tía, en resumen, alguna tonta) que nunca tuvieron vacaciones para que los demás pudiéramos disfrutar las nuestras. Algún día echaban una partidilla de cartas o de parchís mientras vigilaban los pucheros, salían a andar un poco con alguna compañera de caminata a la hora de la siesta o se sentaban al fresco en la calle, por la noche, una vez que todo estaba recogido. Nada especial: ellas estaban desposeídas del derecho que teníamos los demás al asueto.

Comentaba al principio que he conseguido currar casi hora y media. Noventa minutos repartidos en cuatro o cinco capítulos nada fructíferos. Porque además de mis cosas he tenido que ir a la compra por la mañana y por la tarde, cocinar comida, almuerzo, merienda y cena, regar las plantas (un capricho mío tenerlas, lo admito), colocar dos veces y media el lavavajillas, acomodar las prendas de varias coladas, atender los «me aburro» y los tropiezos de mi hija e ir de paseo con ella a la plaza y al parque.

Llevo dos o tres años exhausta. Empastillada día sí y día también. Pidiendo ayuda a todo quisqui porque, de verdad, no puedo más. A veces me encuentro taaan agotada que fantaseo con la muerte para poder por fin conseguir el ansiado descanso.

También fantaseo con, a priori, algo menos radical: vender mi casa, coger a mi hija con lo puesto y largarnos a cualquier otro sitio; volver a Málaga, tal vez, empezar desde casi cero. Deshacerme de una vez por todas de los parásitos que me están consumiendo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario