26/7/05

La experiencia es el peine que te da la vida cuando te quedas calvo

Me encantaría haberme inventado la frase del título, pero no, no llegamos a tanto ingenio, al menos para las metáforas brillantes. Fin de semana en mi pueblo. Qué gozada. No os imagináis lo maravilloso que es dormir en pleno julio con una mantita por encima en la cama… Me figuro que para mis paisanos no será tan agradable, pero claro, viniendo de Madrid con no-sé-cuantísimos grados a la sombra, se agradece.

El viernes salir de la capital fue toda una proeza. Y una prueba de paciencia que no sé yo si el santo Job hubiese aguantado. Casi dos horas para ir del centro hasta Guadalix. Vamos, que con una hora más de camino en circunstancias normales ya me hubiese plantado en mi pueblo. Afortunadamente me había hecho una selección musical genial y se nos pasaron las dos horas entre gallitos y desentonos cantando a Escuela de Calor de Radio Futura, Green Eyes de Coldplay, todo el “Achtung Baby” de U2 y la maravillosa Tribulations de LCD Soundsystem.

Al llegar a Burgos también tuvimos que soportar otro atasco (¿?). Paquete y yo no dábamos crédito. En el coche íbamos como los argelinos y los marroquíes cuando pasan el estrecho de Gibraltar: las plantas, los periquitos –que vaya viaje nos dieron-, Mary Chain –mi cadena musical, es que en la Quinta de los Sustos se ha estropeado la que había-, kilos y kilos de ropa veraniega, entre ellos el bikini. Por supuesto. Y kilos y kilos de revistas y libros que ya no me caben en el zulo madrileño.

No sé porqué no me imaginaba que me esperara un fin de semana tan duro.

Al llegar a casa vi a mi madre. Fue como que de repente en los ocho meses que hemos estado separadas le hubiesen caído todos los años que tiene de golpe. Ahora aparenta la edad que tiene. Si me apuráis, está algo más vieja. Es una sensación extraña. De ser una mujer “joven” ha pasado a ser una anciana en un santiamén.

Cenamos una rica merluza a la vasca –aunque sea de Palencia, la gastronomía euskaldun está muy arraigada por la zona- y entre pastitas y café nos pusimos a charlar sobre los avatares de la vida. Pocas veces nos había pasado pero mi madre y yo estábamos en total desacuerdo con ciertos temas de la Quinta. Por ejemplo, que mi abuelita volviese a casa. Yo no quiero. Sólo quiero lo que Nico, mi abuela, quiera. Ella está muy feliz en la residencia. Tiene sus amigos e incluso un noviete (ya os lo contaré otro día). Mi madre quiere que vuelva a toda costa. Y yo sólo puedo ver que eso le va a perjudicar ostensiblemente: mi madre necesitaría que alguien cuidase de ella, no tener que cuidar ella de otra persona. Pues nada. No entra en razón. Y seguro no quiere que nadie vaya a “cuidarlas”. Excepto yo. Como este, todos lo temas de los que hablamos. Ahora yo soy la mala.

Me fui a la cama a las dos de la mañana con más preocupaciones de las que llevo de serie desde Madrid. En fin, que a pesar de la frescura de la noche, no pegué ojo. Unos sueños rarísimos me persiguieron durante mi vigilia. A las nueve ya estaba en pie con una ojeras que ni en las mejores madrugadas de fiesta en el Ohm y el Taboo.

Al levantarme lo primero que recibí fue un mohín: “Pues si te levantas a estas horas, estamos apañados”. Con la legaña en el ojo yo contesté “Buenos días, mamá”. No odiéis a mi madre: está asustada y se siente muy sola, eso creo yo. Es más quiero creer. Para ella amar a alguien es concederle todos los caprichos que monetariamente uno se pueda permitir. Amar para mi es algo totalmente diferente. El dinero –importante, cómo no- es sólo un medio. Hasta el lunes no nos hemos reconciliado. Una gozada de finde que casi acaba con mis nervios.

Pero en una moneda siempre existen dos caras. La buena cara del fin de semana la pusieron los amigos. No hubo barbacoa en la playa (sí Gilda querida, claro que mi pueblo no tiene playa de mar, pero sí playa de río). Ahora están prohibidas por imperativo legal bajo cualquier circunstancia. En fin, como no había posibilidad de barbacoa, pues nos fuimos a un pueblito llamado Ruesga –cerca de donde veranea Bree Van de Kamp- de cena. Salimos reventados. Madre mía, en estos sitios el buen yantar es una religión: morcillita de Burgos, ventresca del Cantábrico, tortilla de patatas, ensalada mixta, jijas (un plato típico de mi tierra), torreznos, pulpo… Todo aderezado con un tinto de Ribera.

Después de fiesta por mi pueblo. Tras más de cuatro meses sin hacer acto de presencia por la noche del norte palentino, mucha gente vino a saludarme y a preguntar sobre mi vida. Me encontré con mucha familia mía. Me enteré que uno de mis primines pequeños, uno con el que yo he disfrutado como que se tratase de un hermano, había tenido un accidente de tráfico en el cual casi pierde la vida. Para más inri, poco después le dejó su novia (que, francamente, mejor, porque con semejante mula…). Otro al que le habían caído los años de repente. Tiene 23 y parece un “señor” de taitantos.

El muy capullo me invitó a un chupito de licor de melocotón –que no me gustan, pero bueno, a caballo regalado…- cuando al darle el primer sorbo noto en mi boca el amargo sabor de la ginebra. Lo siento, siempre he bebido whisky y como consecuencia suelo odiar la ginebra. Hasta el sábado. Yo no sé si sería Bombay Shapphire o qué, pero estaba muy rica (y algo caliente, uaj).

Una sensación extraña recorrió mi mente durante la noche: sólo conocía a mis amigos de toda la vida. El resto de las personas que nos acompañaron por los diferentes bares de mi pueblo eran absolutos extraños, eso sí, sin contar con los camareros… Me di cuenta de que los años no pasan en balde y que nos plantamos en la treintena y en la cuarentena en menos de lo que canta un gallo. Y que la mayoría de la gente que pululaba por calles y rincones no superaban los veinte años o por muy poco llegaban a ellos.

De vuelta a Madrid el lunes bien temprano –paquete estaba de guardia- vinimos escuchando en el coche una melancólica melodía que, a pesar de no pertenecer a “mi época”, no dejó de ponerme más nostálgica de lo que ya estaba. Con ganas de escapar de las infinitas discusiones, sí, pero con unos arrebatadores deseos de quedarme allí para vivir lo que el tiempo me está robando.

En fin. El tiempo no cura nada, el tiempo no es un doctor. Besitos.
Calamity.

PD. Como suelo decir últimamente me gustaría poder visitar más vuestras bitácoras y en cuanto puedo me escapo del trabajo y lo hago, pero la vigilancia aquí sigue siento intensa y angustiosa. Al igual que el trabajo. Cuatro días y, zas, de vacaciones.