5/8/05

Dicen por ahí. Parte I

El día que llegué a la capital del reino nunca me figuré que aquel personajillo cotilla, señoritingo, fanfarrón y con los ojos masculinos más expresivos que me había encontrado por estos mundos de dios fuera a compartir conmigo cinco de los más maravillosos y tormentosos años de mi vida.

Arribé en Madrid una tormentosa tarde de marzo prácticamente con el anillo de compromiso situado en el dedo anular de mi mano izquierda y con una familia en la lejanía que abandonaba por un sueño –aún no cumplido por cierto-: llegar a algo en el mundo de la comunicación. Empezaba desde abajo, como becaria. Una gran empresa de nuevas tecnologías me había brindado la oportunidad de aprender desde cero con ellos qué era eso de trabajar de verdad. Hasta entonces sólo había tenido pequeños empleos mal remunerados y muy absorbentes.

En esta nueva empresa me encontré con algo que a priori no me gustó y que mirado desde la lejanía pienso que es una circunstancia difícil de darse en cualquier ámbito laboral con posibilidades de promoción: compadreo. Allí no existían ni jefes ni empleados -excepto el jefe-jefe que sí era jefe y había que rendir pleitesía cada vez que aparecía- y todos o casi todos estábamos en la misma diáfana habitación. Tres de mis compañeros de trabajo eran especialmente pesados. Siempre querían que saliese con ellos a tomar algo los jueves, día en el que la biutifulpipol de la empresa se reunía en una sidrería de Madrid. Tanto insistieron que un día, deprimida como la que más, accedí a una juerga con ellos. Pensaba aquello de que perro ladrador poco mordedor. Si alardeaban tanto delante de las chicas de la empresa, fuera, con el disfraz de la normalidad, serían unos cortados de mucho cuidado. Me equivoqué.

A la mañana siguiente me enteré que había estado de fiesta con mis jefes. Desde aquel momento decidí que no quería saber más de unos jefes que me tiraban los tejos entre culete y culete de sidra.

Pasó el tiempo. Yo fui a trabajar a una gran empresa de la radiodifusión televisiva de este país subcontratada por la presente. Estuve casi un año y medio exiliada fuera de la nave nodriza. Yo a mi bola. De vez en cuando veía a los jefazos que venían a hacer una visita de rutina para ver qué tal iba el proyecto. Pero nada más. Casi ni un hola nos decíamos.

Regresé a la nave nodriza. Me sentía extraña como la que más. No me apetecía, sinceramente. Habíamos cambiado de edificio y la empresa había multiplicado por dos su capital humano. En fin que no conocía a casi nadie y que ahora los jefes estaban en las plantas de arriba separados del vulgo, es decir, de nosotros.

A los pocos días Paquete, mi jefe de antes de irme y mi jefe en aquel preciso instante, bajó del Olimpo al Averno para mandarme uno de sus trabajillos: diseñarle un currículo. ¿Cómo? Me quedé expectante y difusa pensando el porqué de tal encargo. Pero lo hice. Caramba, que era mi jefe.

Mañana más. Besitos.
Calamity.