9/8/05

Dicen por ahí. Parte II

Entre pitos y flautas (más abajo la segunda parte de lo que me traigo entre manos)

Pues eso que entre pitos y flautas el “mañana más” del pasado viernes se ha convertido en una mediana espera para concluir, eso espero, este relato tan íntimo y personal –más que nada porque es real y me pasó a mi misma-. Mi vida se caracteriza, como bien sabéis todos aquellos que leéis esto desde hace tiempo, por sobresaltos y calamidades de todo tipo. Normalmente vienen de dos en dos o de tres en tres. Luego, qué leche, suelo acabar las historias con un final feliz. Ya veis. 

Ayer tuve no uno sino dos funerales. El primero, pues bueno, la madre de uno de mis tíos que tenía 99 años. Da pena, no voy a decir que no, pero ella ha vivido lo suyo y además muy feliz. Pero el que me dejó KO fue el segundo, media hora más tarde, de una amiga de toda la vida de mi familia que con cincuenta y pocos años un cáncer se la ha llevado a lo que los creyentes denominan mejor vida. Pobre Rosi, dos lustros de lucha contra un cáncer. Qué pena, en serio.

Pero no os preocupéis. Estoy bien. No hay nada como dar de merendar a una anciana abuelita mía, tan maja y tan sargento ella, que tiene diabetes para que todos los malos rollos se esfumen como si de un sueño se hubiese tratado. Y si después viene tu primo más pequeñín –20 meses que tiene el mozo- y te roba toda la tarde entre gorgoritos diciendo “teta, teta, teta” y carreras detrás de él para que no huyese de la aburrida conversación de adultos, ni os cuento. Sin duda hace honor a su nombre: Rodrigo (anda que ni el Cid era tan movidito de pequeño. La madre que lo parió). Y sin duda me hizo bajar a la realidad más amable que nos muestra la vida: la sonrisa de un bebé.

Y ahora sigo con lo que habíamos dejado entre manos.

DICEN POR AHÍ QUE TODA PERSONA TIENE SU COMPLEMENTARIO EN ALGUNA PARTE DEL MUNDO. PARTE II.

Como íbamos diciendo Paquete, que entonces no se llamaba Paquete sino mi jefe-jefe, bajaba día sí, día no para ver qué tal iba aquel asunto suyo que me había mandado. Yo, tan borde como siempre con la autoridad, le enjaretaba un “Pues bien. Cómo quieres que vaya, si esto en una tarde está hecho ya “. El hombre ante tal respuesta no pudo reaccionar (y mira que tiene tablas) y me dijo que se lo enviara por correo electrónico que tenía que revisar los posibles fallos.

Haciendo su currículo me di cuenta de que no era de Las Palmas de Gran Canaria –tiene un marcado acento isleño que no sé de donde le puede haber salido- sino que era nacido en Alemania y que vivía en Madrid por la zona del Vicente Calderón. Además también me enteré concretamente de cuál era su puesto de trabajo y porqué él era mi jefe-jefe.

Me voy por los cerros de Úbeda. A las pocas horas, qué digo horas, a la media hora o así de haberle enviado el correo electrónico con el documento en cuestión, recibí una respuesta cuyo asunto era “Hace un Coffe Break?”. Menos mal que esto de usar anglicismos en el lenguaje común se está pasando de moda. Y, coñe, menos mal que se empiezan a llevar los palabros en latín para dárselas de culto y de businessman. Otra vez por los cerros, no lo puedo evitar. Yo ya me empezaba a ablandar con mi jefe-jefe. Me resultaba extraño que quedáramos en la cafetería de la empresa, pero bueno. Allá que fui puntual como un inglés a las doce, hora de la “cita”.

Chicos, menos hablar del puñetero currículo, hablamos de todo. No recuerdo muy bien de qué, pero sé que sólo hubo una pequeña reseña a los fallos del documento.

Subsanados dichos fallos volví a enviar un correo electrónico a mi jefe-jefe. Esta vez la invitación que él me hizo no fue para la cafetería de la empresa sino para una arrocería que había en el Sexta Avenida, uno de los centros comerciales más pijos de Madrid. Pues vale. Para allá que me fui, eso sí, hasta me maquillé y todo y me hice un recorte de puntas (bueno, que por aquellos entonces iba con el pelo cortito).

Luego llegó la invitación al cine. Fuimos a ver “El Bola” de Achero Mañas. Pero antes quedamos en una cervecería de la Plaza del Carmen de Madrid. Yo no había cenado nada. Me había dedicado a ir de tiendas para estar impecable esa misma noche. Paquete, esto es, mi jefe, ya me tenía medio encandilada. Por no decir completamente chiflada.

Por supuesto que fuimos al cine. Pero después me enseñó lo más cool de la noche madrileña. Todo pagado. No me gasté ni un duro. Llega un momento de la noche en el que yo ya pierdo el sentido. No recuerdo nada. Por lo visto estuvimos en la Chocolatería San Ginés a las tantas de la madrugada, pero yo sólo recuerdo darme la vuelta en la cama y decir “¡¡¡Redios, mi jefe está en mi cama!!!” y saltar del catre como si de una serpiente pitón se tratase. Conste, chiquillos míos, que el chaval se portó bien conmigo y no “abusó” de una borracha inmunda como yo (por más que la menda insistiera). Hale, otro punto más para ser el hombre de mis sueños. El hecho de que después disfrutara de un enano con los dibujos animados y que le entusiasmase comer pizza –del telepi, no penséis que una tenía comida un domingo en la nevera, no; qué desastre- también le hizo sumar puntos.

Nuestra “relación” parecía que tiraba para adelante. Nada había de oficial en el asunto y pocos eran los que sospechaban que el jefe y la plebeya tenían algo más que palabras y encargos entre ellos. Paquete no quería que se enterasen en la empresa. Yo no quería que se enterasen en mi círculo de amigos porque (sentaos) se me acababa de caer el anillo de compromiso que traje de mi pueblo y un par de rolletes madrileños que frecuentaba en aquellos momentos.

Pues nada, que ya me he cansado. Que os voy a dar la brasa con una tercera parte. Eso sí, la última y por supuesto más breve (eso digo ahora que como luego me ponga a pegar a la tecla, no tengo límite). Besitos y esperad, esperad.
Calamity.