11/8/05

El último eclipse del siglo XX

Parece que la cosa va de homenajes. Ya dije en su momento que este mes de agosto está lleno de fechas importantes: los cumpleaños de paquete y de mi madre y el día de hoy.

Hoy podría hablar de música. Más que nada porque justo hoy actúan U2 en Madrid-grupo fetiche mío durante muchos años- y podría contar infinidad de anécdotas para poder coger unas entradas durante una fría madrugada en pleno centro de la capital. Pero eso lo haré otro día. Tal vez mañana, una vez que sepa cómo lo hicieron y me queden muñones de tanto comerme las uñas (aunque sinceramente lo dudo pues mi estado de ánimo no está en condiciones).

No. Hablaré de algo mil veces más importante que cualquier grupo de música y que cualquier cosa en este mundo: mi padre.

Justo hoy hace seis años sobre las ocho y poco de la tarde fallecía mi padre en un hospital palentino después de haber luchado contar el cáncer durante dos años y de haber luchado contra viento y marea toda su vida. A estos los ganó. A aquel, nada, vino a derecho y le dijo "ya eres mío".

Compartir 23 años y pico de mi vida con aquel ser único ha sido lo mejor que me ha pasado. Mi padre siempre quiso tener un hijo varón, pero llegué yo y además muy tarde. El padre primerizo rondaba ya la cincuentena. El hecho de que su hijo fuese al final una niña no impidió en absoluto que ambos formáramos equipo de por vida.

En fin que cualquiera diría que iba para fraile. Estudió con los hermanos maristas teniendo como telón, escenario y fondo el precioso convento de San Zoilo en pleno Camino de Santiago. Pero pronto decidió que se gustaba más de mirar faldas que de vestir una triste sotana conventual. Abandonó el seminario y se fue a trabajar a la mina.

La vida era difícil. España acababa de salir de una cruenta guerra civil que se había llevado por delante a mucha gente, entre ellos a dos de sus hermanos (Mariuca y Lolín). Mi padre y su familia pasaron mucha hambre y siempre le gustaba contar, no sin cierta tristeza clavada en sus oscuras pupilas, aquellos años en los que guardaba los mendrugos de pan de la cartilla de racionamiento durante toda la semana para "pegarse la tripada" los domingos. Los Reyes Magos de entonces no venían cargados de juguetes sino de chocolate y nueces. Un día mágico aquel de la Epifanía.

Los pocos años que pasó en la mina encenagaron sus bronquios de por vida. Dejó las profundidades de la madre tierra y se encaramó a las alturas de los andamios. Colgado allí arriba con una camiseta blanca roída, apestado de sudor, se cruzó mi madre -con su zigzagueante cadera- por su camino. Y se dijo a sí mismo que esa moza iba a ser suya. Y lo fue durante algo más de cuarenta años. Felices, añado.

Melómano incorregible, en mi casa siempre hubo música sonando desde por la mañana. Entusiasta absoluto del Jazz Latino pretendía enseñarme a mi a bailar cuando era una enana y no perdía ninguna ocasión para llevar a mi madre al "baile". Hasta con el Tango se atrevió.

Los domingos por la mañana en mi casa se escuchaba a la Filarmónica de RTVE fuese el concierto que fuera y tal vez por la tarde el soniquete mutaba con notas más actuales que salían de un viejo gramófono. Un jovencísimo Miguel Ríos cantando aquel engendro que hizo con la sublime Novena de Beethoven, o más yeyé con los Brincos, los Canarios, los Payos, o grupos Folk -quizá sus favoritos- como Nuestro Pequeño Mundo.

La lectura fue otra de sus grandes pasiones. Gracias a él yo encontré en los libros formas de vivir y de ser que no hubiera conocido de otra manera. Mientras mi madre se quedaba dando cabezadas en el sofá cuando la televisión escupía aquel Un Dos Tres, mi padre y yo subíamos a la cama, nos poníamos nuestros pijamas y nos acomodábamos cada uno a su lado del colchón con sendos libros. Su gran imaginación le hacía narrarme cada noche una historieta diferente hasta que mis párpados pesaban demasiado como para dejarles arriba prestando atención. Uno de sus cuentos para niños lo presenté en un programa infantil -animada por él que me hizo ilustrarlo- y lo contaron un día de aquellos para regocijo nuestro. Qué pena de vídeo en aquellos primeros 80...

Por todo esto y por mucho más seis años no han conseguido siquiera empezar a llenar el hueco que su ausencia me dejó aquel caluroso 11 de agosto en el cual un asteroide llamado Luna se interpuso entre la Tierra y el Sol como queriendo anunciar que una estrella se iba a apagar al poco rato.

Gracias papá, allá donde estés, gracias.