15/8/05

Las tres Romas

ROMA, Italia
Llegué a Roma un atípico día primaveral dado el calor que hacía ya en marzo en la capital italiana. Era mi primer viaje al extranjero de verdad. Lo más cerca que había estado de la frontera española fue en Tuy intentando "sobornar" a un guardia civil de la aduana para que me dejase poner tan sólo un pie en tierras lusas. No hubo manera. Todavía no estábamos en la Unión Europea y mi estatura apenas superaba los cinco pies de altura.

Pero a Roma entré por la puerta grande. Dos horas de viaje en avión que, a pesar de los diversos objetos de entretenimiento que se hallaban en mi regazo, no consiguieron despegar mi nariz de la ventana. Quería ver qué era lo que había allí abajo; si realmente existían las fronteras que nos marcan en los mapas políticos o que si al pasar de España a Francia o de Francia a Italia sucedía algo mágico en la orografía del terreno. Nada.

Mi ansia por devorar aquella ciudad eterna hizo que tras llegar al hotel, casi en frente del Palacio de Quirinal, ni deshiciera la maleta y me lanzase a conocer todos y cada uno de los rincones que la Historia había dejado marcados. Es curioso pero casi lo primero con lo que nos topamos fue la Fontana di Trevi, atestada de turistas ávidos de una instantánea típica. Mi moneda se quedó allí. Tras caer al fondo de la fuente mis ojos no volvieron hacia atrás a mirar el soberbio monumento y huí corriendo por las callejuelas romanas albergando en mi ser la posibilidad de regresar allí algún día.

ESTAMBUL, Turquía
Constantinopla entró en mi corazón ya a unos cientos de metros de altura. Después de una breve escala en la ciudad donde nació mi adorado tormento (Frankfurt para aquel que no lo sepa), retomamos aquel límpido cielo azul plagado de nubes para llegar a la Segunda Roma. La sensación desde allí arriba, bordeando el Cuerno de Oro, fue no de estar en otra ciudad sino más bien en otro mundo. La vista no alcanzaba los límites de tan gran urbe salpicada por infinitas cúpulas y minaretes que nos hacían chanza como diciéndonos “sí, aquí seguimos, pese a quien le pese”.

Dispuestos a una aventura urbanita sin parangón nos lanzamos a la búsqueda de la orilla asiática a las siete de la tarde del frío febrero turco metiéndonos y perdiéndonos mil veces por aquellas angostas calles que bajaban hacia el puente que nos llevaba hacia la Torre de Galata. Curiosidades de la vida, en el mismo puente nos encontramos con dos españoles que tenían el mismo deseo que nosotros pero con un objetivo diferente: llegar desde Estambul a Medina y más tarde a La Meca (tres ciudades santas según el Islam).

Nuestros diez días turcos invadieron mi ser para siempre hasta el punto de desear que mis huesos (o cenizas) descansen en aquella vasta Bizancio plagada de cementerios con café, apple tea, y Backgamon, con vendedores de alfombras y dispensadores de sonrisas por aquí y acullá. Con la alegría por el detalle mínimo que sólo la cultura otomana sabe llevar con la cabeza bien alta.

Esas murallas marítimas de la antigua ciudad del Emperador Constantino se despedían de mi, con lágrimas en los ojos, mostrando en sus viejas piedras siglos y siglos de muda sabiduría mientras me iba de allí asomada desde la ventanilla de un taxi de marca Tofas.

MOSCÚ, Rusia
Tras la caída del Imperio Romano las extensas llanuras del Este y del Norte de Constantinopla comenzaron a recibir las visitas de algún que otro evangelizador. Así los escitas fueron rápidamente cristianizados, también gracias a la inestimable ayuda de las órdenes germánicas (una interesante muestra de la rápida adaptación de los pueblos del Este a la nueva cultura nos la describe Günter Grass –con su Danzig natal- en la interesante novela El rodaballo).

Kiev, por entonces la capital del nuevo y grande principado, comenzó a perder poder frente a un pequeño asentamiento ruso construido con madera en la colina Borovinski, entre los ríos Moscova y Neglinnaia. En 1.147 nace Moscú.

Años más tarde será Iván III, tras casarse con la sobrina del último emperador bizantino, quien convertirá poco a poco a la ciudad moscovita en la Tercera Roma sustituyendo la madera de sus murallas y edificios por piedra y afianzando los preceptos de una nueva religión, la ortodoxa.

Queridos amigos la que aquí escribe, mejor dicho, teclea estas letras, se marcha a conocer esa denominada Tercera Roma. ¿Será también Moscú capaz de robarme un trozo de corazón?

Ahora sí que sí comienzan mis verdaderas vacaciones.

Do Svidanaia.
Calamity.