26/9/05

Metro de Madrid. Vuela

Existen días en los que no es precisamente orgullo lo que sientes cuando piensas en la raza humana. Hoy es uno de esos días. Preferiría mil veces más pertenecer a cualquier especie de, no sé, équido que al homo sapiens sapiens.

No existe mejor manera de darte cuenta de lo mezquinos que somos que viajar en el Metro de Madrid en hora punta. Es toda una aventura. Estación de Oporto, 8.17 horas de la mañana. Llego al andén y el luminoso nos dice que quedan tres minutos para el siguiente tren, que es un tren largo y que nos situemos en todo el andén. Vale.

Llega el tren. Nos subimos. Ya no queda ningún asiento (tampoco me importa, bastante tiempo paso sentada todo el día) y me apoltrono en una de las plataformas. Abro mi libro, cojo mi lapicero y me dispongo a leer, cosa harto difícil para mi que me gusta observar a cualquier persona que se sube en el metropolitano. Hasta aquí todo correcto.

Pero, ay queridos blogueros, en Opañel se sube una persona con muletas. Un hombre joven, más bien madurito, de unos cuarenta y tantos. ¿Os podéis creer que nadie –NADIE- le cede el asiento? Increíble. En la estación siguiente se baja una tía pedorra que, francamente, no le debería de haber importado que un hombre enfermo se sentara en su butaca. Total, dos minutillos de pie no matan a nadie (aunque eso es lo que pensaría ella cuando vio entrar al de las muletas, digo yo. Gilipollas).

Llegamos a Plaza Elíptica y, hala, avalancha de gente. Yo entiendo perfectamente lo de llegar en punto al trabajo. Es lo que todos queremos (y pillar asiento pisando al que haga falta, también, por lo visto). Pero, que el conductor haya pitado ya un par de veces y que la gente siga empecinada en entrar en un vagón en el que ya no cabe ni una mosca… Así sucede lo que sucede: se quedó un chico atrapado. Parón de unos segundos hasta que se pudo desenganchar. Si es inteligente y saca sus propias conclusiones, la próxima vez se pensará dos veces antes de subir después del sonido del silbato. Hoy seguro le dolerán los brazos y parte de la caja torácica. Por cierto, nadie le ayudó.

Las siguientes estaciones hasta Pacífico ya son un caos de humanidad. Nadie deja que la gente que quiere salir salga. Los que luchan por entrar empujan. Un desastre. A estas alturas yo estoy batallando por coger mi bolso, que está en el suelo, y poder apearme en el andén. Pero nada, la gente no se baja ni a la de tres. ¡Con lo sencillo que es bajarse del vagón, dejar paso a los que se van y después volverse a subir!

Así que hoy he llegado a la oficina justificándome a mi misma la existencia de armas nucleares porque sinceramente si hubiese tenido la posibilidad de accionar el botón rojo, lo hubiera hecho. Menuda manera de terminar la veintena.

Feliz semana a todos y besitos.
Calamity.