29/11/05

Morbosidad

Existen pocas cosas a esta parte de la realidad nuestra que no provoquen mi morbosidad, quiero decir, mi curiosidad (no es lo mismo pero es igual, que diría Silvio Rodríguez). Mi nivel de concentración suele ser caótico y mínimo precisamente por este particular: casi cualquier cosa llama mi atención. Cuando llegué a Madrid me dije a mí misma que me iría de aquí el día que entrara al suburbano y pudiera leer un libro poco interesante sin la más mínima interrupción, sin que nada ni nadie me sacara de la inopia del momento.

Las rutinas a las que nos tiene acostumbrados la vida hacen que en el vagón en el que sueles viajar viajen también los mismo personajes: el chico rubio de la coleta con pinta de programador obsesionado con la Play Station, la ecuatoriana de las uñas rojas desconchadas –siempre desconchadas-, el niño que lleva a los Lunnis en su mochila y que parece seguir dormido pese al traqueteo que escupe la máquina y la mirada atenta de su abuela, el hombre gris de mediana edad con su best seller en una bolsa de papel, la maruja que vaya usted a saber dónde va todos los días a semejantes horas con el 20 Minutos, el Metro, el Qué y si le apuras hasta el Crack 10 apoyados en su regazo…

A todos estos ya les tengo “fichados”. Siguen las mismas pautas de comportamiento. Suelen repetir su atuendo varias veces por semana y se suben y se bajan siempre en las mismas estaciones, a las mismas horas, supongo que para desarrollar las mismas actividades que ayer y antes de ayer y hace tres días. Es posible que ellos también me tengan controlada a mí: “mira, la chica que antes iba de rubia, la de los moñitos sobre las orejas en plan ensaimadas Princesa Leia, la que se sube en Oporto y se baja en Pacífico… Sísí, esa, esa”.

Pero ayer consiguió sacarme de mi interesante lectura un chico joven. Una especie de raperillo de medio pelo con pantalones vaqueros gastados talla XXL y sudadera azul eléctrico de la misma amplitud que los pantalones. Zapatillas raídas por el uso, gorra azul, rizos negros y barba de más de tres días. Su mochila no combinaba con el atuendo: era negra, de corte deportivo no obstante pero sin marca (a diferencia que todo lo anterior) y requete cosida con grandes puntadas por arriba con hilo azul celeste. El muchacho se sentó en frente de mí, abrió su fea mochila y sacó un ejemplar de la Metafísica de Aristóteles, perteneciente a la Colección de Clásicos Gredos. Cogía el volumen con una sola mano, lo situaba a la altura de sus ojos zaínos y un par de veces subrayó unas líneas a la par que garabateaba un par de notas al margen con un lapicero sacado del canguro de la sudadera.

Yo no pude leer más. Mi interés se desvió por completo hacia aquel individuo del que jamás hubiera dicho que pudiera leer al filósofo estagirita. El porqué. Pues, francamente, no lo sé.

Besos.
Calamity.