19/11/12

Sábanas ondulantes.

Anoche estuve viendo una película que me trajo un recuerdo agradable y esponjoso de la infancia. La mujer protagonista tendía la ropa en unos cordeles situados entre varios palos de madera curtida que penetraban en un montículo cercano a las casas. La brisa agitaba los lienzos blancos, a su vez castigados por un Sol estival.

Ese tendal era el mismo que había en casa de mis padres. Estaba enfrente del garaje, a unos metros. Se levantaba sobre las lindes de un camino que subía (y sube) hacia el castillo. Estaba amparado por un viejo colmenar hecho de piedra aunque, si bien es verdad, el viento soplaba del noroeste, justo en el lado contrario a los muretes de la construcción.

Los domingos subían las vecinas con sus jofainas llenas de prendas centelleantes que iban a escullar en aquel lugar. Aprovechaban para contar los últimos dimes y diretes de una y otra. Parecía casi una representación teatral que se repetía semana tras semana. Me gustaba observarlas a cierta distancia, sentada en una roca algo más arriba de la ladera de la montaña. Era onírico, irreal.

Poco después el lugar recuperaba su silencio habitual únicamente roto por el bisbisear del aire que se colaba en el valle y sacudía las telas. Me quedaba completamente absorta mirando las sábanas ondulantes, viendo como a medida que iban perdiendo su humedad iban ganando viveza.

















Siempre lo quise fotografiar.

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