21/1/13

Finde vampírico.

Hace varios meses me propusieron que escribiese (¿¡a mí!?) un libro acerca del alzhéimer. La idea ya me había rondado por la cabeza e incluso tuve una bitácora en la que pretendía detallar la convivencia con el señor alemán a la que no pude atender por falta de tiempo y ganas, y finalmente cerré. Era un proyecto chulo. A la vez que la vida de mi madre se iba apagando en mí estaba creciendo una nueva y la desazón que me provocaba la primera circunstancia se compensaba con la euforia de la segunda. Esto fue lo que quería contar entonces.

Cuando hablamos de alzhéimer es muy fácil caer en el tópico creativo de dejar en negro sobre blanco los recuerdos de las personas que los van perdiendo: libros, blogs, biografías... Así varias empresas y fundaciones proponen año tras año campañas como el árbol de la memoria, la caja de los recuerdos, etcétera. Este año nada más leer la iniciativa de la Fundación Cien me lié la manta a la cabeza y escribí uno de los momentos más bonitos que tengo con mi Momi y la Bestia Parda a cuenta del señor alemán. Lo crean o no la enfermedad es durísima, pero se subsana -a ratos- con anécdotas que te hacen volver la vista atrás con cierta nostalgia.

Mis padres siempre fueron cocinillas. Desafortunadamente mi interés culinario se despertó en tercero de carrera y para entonces mi padre ya casi no estaba y mi madre empezaba a dejar de estar con lo cual no pude aprender mucho de ellos.

Curiosamente una de las primeras habilidades que empezó a perder mi madre fue la de cocinar, pero a la vez su afán como cocinera desde que tenía uso de razón le impedía apartarse de la trébede, así que aquí la menda se tenía que inventar unas historietas rocambolescas para que ella pensara que aún cocinaba mientras que yo ejercía de pinche cuando la situación era siempre al revés.

La música nunca dejó de sonar en mi casa y a la hora de preparar los guisos no se apagaba el viejo loro que adornaba el tejado de la televisión de tubo. Algunos días nos acompañábamos de las tertulias radiofónicas con gente cotorreando entre anuncio y anuncio. Molaba porque mi madre les contestaba como que estuvieran en casa con nosotros. Otras veces poníamos Radio Clásica, normalmente los días en los que había cierta agitación en el ambiente, para serenar al bárbaro que todos llevamos dentro. El programa de Cifu, compañía en los fines de semana, nos hacía creer que nos encontrábamos en una suerte de película de Allen manteniendo diálogos interesantes (mamá, córtame la cebolla, plis).

Un día conseguí conectar el Pospos a través de un cable en la entrada para auxiliares del radiocasette y desde entonces escuchábamos de vez en cuando algún disco que nos apeteciera en ese momento o poníamos el aleatorio si no estábamos inspiradas. Un día saltó A-Punk de los Vampire Weekend y, vayan ustedes a saber porqué, soltando cucharas y cuchillos, nos pusimos a bailar como unas desatadas. De la pura algarabía que montamos en un instante se acercó somnolienta la Bestia Parda moviendo su cola desacompasada. Al final terminamos los tres en un corro de la patata peculiar sujetándonos manos humanas y orejas perrunas mientras se iba quemando el sofrito.



No sé si algún día empezaré a escribir el libro que dicen que escriba, no lo creo; pero si de veras me decido, pueden presumir de haber leído aquí un capítulo.

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