El caso es que ¡por fin! tras tres años con el cartel también 2.0 de "se alquila" (el cartel físico me habría acarreado más de un disgusto por lo que a continuación se disponen a leer) he conseguido arrendar la megamansión que fueron construyendo mis padres durante cincuenta y seis años a razón de qué sé yo razón irracional dado que el núcleo duro de la familia se reducía a tres personas y media. (Nunca se han planteado lo que cuesta calentar una casa de más de cuatrocientos metros cuadrados en una zona de alta montaña, ¿verdad? Mis padres, al parecer, tampoco.)
Estaría saltando de alegría si no fuese por los que siempre he llamado en este egoblog mis casi hermanos y mis tíos (afinando la puntería una de mis casi hermanas y mi tía; el resto se ha dado Mus, al menos frente a mí). El día que hice pública mi intención de rentar/vender la casa de mis padres, se montó tal cisquera de gritos y acusaciones sin sentido, que no pude conducir ni setenta kilómetros teniéndome que parar en Burgos a darme un paseo por la catedral para apaciguar mis nervios y poder seguir hasta la capital del reino.
Más o menos lo mismo que pasó hace quince días cuando, tras consultar a mí tía qué le parecía la idea y obtener su aprobación, empecé a empaquetar en medio de los exámenes los anales del inmueble. Mientras lo hacía recibí cuatro adjetivos calificativos de muy malas maneras por parte de mi casi hermana: vaga, tonta, egoísta y sinvergüenza. En esta ocasión iba acompañada en el coche, así que me dediqué a observar por la ventanilla un paisaje mil veces visto que a veces abandonaba para intentar centrarme en los apuntes de Historia a menos de doce horas para la convocatoria de junio.
Tras el disgusto inicial empecé a pensar de forma lógica argumentándome que una casa cerrada durante once meses al año, se acaba por venir abajo, que necesito imperiosamente la pasta y que aunque no me acostumbro a decirlo, ¡qué cojones!, la megamansión es mía y si me da por pegarle fuego, podría hacerlo sin tener que consultarlo con nadie.
La cosa es que ayer recibí una llamada de mi tía. Obviamente su discurso estaba condicionado por la versión de su hija respecto a nuestra enganchada. Sin aspavientos le expliqué mi punto de vista y parece que llegamos a una entente. Pero soy por naturaleza de los que se comen la cabeza post cualquier evento (si no, no sería fan de los soporíferos largos de Linklater) y a medida que fue pasando la tarde, empecé a sentir una mezcla de mala leche, decepción y soledad.
A grandes rasgos, y por no aburrirles más, que tampoco me gusta airear tanto los trapos sucios, en la conversación de una hora tuve que jurar y perjurar que ¡les quiero! y que cuento con ellos y que no soy la malvada madrastra que trata de ventilarse de un plumazo a los que le molestan con el alquiler de su vivienda de vacaciones para darse la vida padre de orgía en orgía a espaldas de ellos.
Sería demasiado sencillo decir que no me han ayudado en los malos momentos que estoy pasando desde hace
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