18/10/17

Apreciar lo que tienes antes de perderlo.

Llueve. Por fin llueve.

Cuando vine a vivir a esta ciudad, justo al día siguiente cayó un aguacero que hacía parecer a las aceras y el asfalto de la Gran Vía antiguos arroyuelos ganados a la tierra por la mano del hombre. Tronaba y los rayos competían con las luces que anunciaban los espectáculos del Broadway patrio.

Me eché a la calle; en vez de refugiarme en los salientes y cornisas de los edificios, caminaba lento por el medio del pavimento vacío, como una loca, sonriente, chapoteando en los charcos.

Ese tonto capricho del tiempo (lluvia torrencial en Madrid en marzo) hizo que me reconciliara con lo que el azar estaba proyectando para mí porque, a pesar de que adoro esta caótica ciudad, nunca quise venirme a vivir aquí.

Durante los últimos diecisiete años –sin contar los cuatro años largos para arriba para abajo a cuenta del señor alemán– siempre he estado trazando planes para largarme. Ahora que ya no paro por aquí gracias a causas que nada tienen que ver con aquellos planes, echo de menos los cuatro muros de la minimansión, tan llenos de lances infelices como están, los echo de menos.

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