27/10/17

Mi último día por Barcelona siendo capital de la todavía comunidad autónoma de Catalunya.

Después de un viaje plagado de sucesos por Italia –en el que me pasaron cosas maravillosas (como ver la Cappella Portinari prácticamente sola) y cosas tremendas (como que se me jodiera el p*^@ pentaprisma de la cámara en medio de Staglieno)– el colofón de las adversidades se lo llevó una avería en una válvula del motor del avión mientras sobrevolábamos extasiados los Alpes.

Tal pequeñez hizo que pasáramos toda una jornada entre Milán y Barcelona esperando a que saliera un avión rumbo a la casa de la playa. Es lo que tiene no vivir en capitales, que cualquier minucia te hace perder un día completo de tu vida entre enlace y enlace.

Pero no nos pongamos negativos, que dicen los coachs y los gurús que es malo para el alma, el estómago y bla bla bla. Además que siete horas muertas en la Ciudad Condal dan para llevar a cabo algún que otro menester. Por ejemplo, una visita relámpago a mi familia, que no hace más que decirme que no les quiero porque no les voy a ver. (La misma distancia nos separa a ambos, ¿por qué no vienen ellos a verme? ¿es que no me quieren? Parece un poco ridículo como argumento para el desamor. O no... mmm).

Cuando llamé a mi tía, aún estando en Lombardía, me dijo que qué bien y que así veía todo el mogollón (tal cual) que había montado. En vez de coger ferrocarriles y metros que me acercaran al barrio, pillamos un taxi en plan burgués para ir oteando desde la ventanilla el ambiente de la calle.

La ciudad parecía estar en vísperas de Sant Jordi, con montones de banderas engalanando ventanas y terrazas. El caso es que no eran las clásicas senyeras sanjorgianas, si no esteladas. También habían banderas rojigualdas, más de las que pensaba, y alguna que otra azul profundo con un círculo formado de estrellas blancas, las de menor éxito a la hora de ataviar el balcón.

El caso es que no sé de qué me habría de extrañar. El mogollón del que me hablaba mi tía está también presente en el resto de los lugares en los que vivo. Me da igual en la capital del reino que en mi nueva ciudad. Veo banderas por doquier. Mi-re-a-don-de-mi-re. Y a mí las banderas, mpfff, no me gustan. Ninguna.

Así que como en este mundo capitalista en el que andamos inmersos nuestra manera de consumir también es nuestra manera de hacer política, he decidido que mi boicot (que da el temita para otro jugoso post en el que hablar de lo corto de miras que andan algunos en este mundo taaan globalizado) va a ser –lo es ya– con los establecimientos que se ornamenten con banderitas, sean del tipo que sean, la estelada, la rojigualda o la de Burkina Faso, por poner un tercer ejemplo ajeno al mogollón.

2 comentarios:

  1. Cuánto tiempo!!!
    A mi me pasa lo mismo, pero lo mío ha sido intuitivo. Cuando veo una bandera que no es la negra con calavera, pongo pies en polvorosa

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    1. ¡Hola, Pau! Sí, ¡cuánto tiempo! :-D Tú tampoco te prodigas mucho, pero siempre estoy al tanto de lo que publicas en tus blogs, que sigo religiosamente.

      Cuando veo una bandera negra con calavera me acuerdo inevitablemente de ti, ya esté ésta en un balcón, en una peli o en el barco pirata de Playmobil (porque tengo entendido que está prohibidísimo izar una bandera pirata en un barco normal, vamos, humano).

      Moltes petons i feliç any nou!!!

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