11/6/20

No es país para viejos

No sé cual de las dos historias que tengo me puede servir mejor para ilustrar esta entrada.

La primera habla de mí presentando un plan de negocios ficticio, pero plausible, en el que el asunto giraba en torno a la Tercera Edad. Era el año 2009, había dejado mi trabajo y mi piso (y mi vida) en Madrid para ir a cuidar a mi madre, enferma de Alzhéimer, que vivía sola (hasta aquí nada que no sepa ya el lector habitual de este humilde blog).

Una de las primeras cosas que hice al llegar a mi pueblo fue apuntarme a un curso de gestión de pymes, organizado por la Junta de Castilla y León. Mi sueño era, ilusa de mí, cuidar a momi mientras lidiaba con el señor alemán y montaba un negocio propio.

Otra de mis hazañas fue encarar unos estudios de auxiliar de enfermería especializado en demencias seniles. Iba todos los sábados por la mañana, momento en el que mi madre podía quedarse al cuidado de una de sus hermanas. 

Fueron estos estudios (al margen de la experiencia con dementes seniles) los que me aportaron la, según palabras de mi profesora, brillante idea para el de empresariales. La mujer estaba tan entusiasmada que me animaba continuamente para llevarlo a la práctica. Pero existía un detallito insignificante, de más o menos siete cifras de euros, que me impedía materializarlo, aunque el retorno de la inversión estuviera más que garantizado debido a la gran demanda existente.

La segunda historia se desarrolla años después, en 2012, cuando el deterioro de mi madre y mi propio deterioro físico, mental y económico me impiden poderla cuidar más por mí misma. Aguanté hasta las últimas consecuencias, hernia discal mediante y números rojos que aún continúan coloreando mi cartilla del banco. Fue entonces cuando comenzó la odisea de encontrar una residencia de ancianos que, más que ser ideal, al menos no pareciera un moridero. 

Dada mi situación económica y social traté por todos los medios de obtener una plaza pública. Nada. Imposible. Mi madre tenía una buena pensión (que si fuera hoy, apenas rozaría lo que es el salario mínimo interprofesional) y eso nos daba muy pocos puntos para conseguir la plaza.

También busqué entre las instituciones religiosas, pese a mi ateísmo. Allí, de nuevo, lista de espera y esperanza con tendencia a cero. Con todo y con eso saqué valor para escribir una carta de mi puño y letra a uno de sus principales promotores para que tuvieran un detalle con mi madre, que ella sí era muy beata y había trabajado muchos años, prácticamente gratis, las tierras del clero local.

En ese momento comenzó mi peregrinar por residencias privadas. No quiero alargar mucho este post, porque podría sacar una novelita de terror contando el periplo. Mi fantasía de una casa acogedora y respetuosa tipo la de la peli de El curioso caso de Benjamin Button o de un pueblecillo como los de la Florida yanqui lleno de gente mayor sonriente y morena en bermudas que solo se dedica a disfrutar de sus últimos días, se desvanecía en cada nueva entrevista con la de asuntos sociales (digo la porque sólo encontré mujeres en esos puestos) de la institución de turno.

Con todo y con eso he de considerarme afortunada. Encontré un lugar luminoso, nuevo, con unas vistas espectaculares a las montañas, cerca de familia y amigos, en el que podía sacar a mi madre casi en cualquier momento o acompañarle en la comida, con piscina, spa, esteticién y peluquería, incluso una pequeña tienda de ropa y complementos y, por supuesto, capilla con misa a diario. Ah, también tenían enfermera 24/7 y un médico geriatra que iba siempre que se le llamaba. Carísima, por cierto, y actualmente cerrada.

Siendo casi casi ideal tengo que decir que mi madre tuvo una trombosis que por poco se la lleva por delante a los quince días de irse a vivir allí (quizá pasaba demasiado rato sentada) y que en algunos días de visita, su limpieza personal dejaba algo que desear (como encontrar un calcetín estrujado en la puntera de la zapatilla; la pobre, como no podía quejarse, ahí tenía el pie todo doblado ¡a saber los días!).

Así que no me sorprenden demasiado, por muy duras que sean, las noticias que se están escuchando estos días sobre el abandono a la Tercera Edad en tiempos de pandemia. Sin embargo que no me sorprenda no significa que no me indigne profundamente, porque ya antes de esta locura de virus, a los viejos no los queríamos. No nos engañemos. A los viejos les aparcamos, les mandamos callar, les tratamos como que fueran niños (cuando no lo son)... Son molestos. Son un trasto viejo, que no una antigüedad.

Las residencias de ancianos solo representan un negocio más, participado por grandes capitales y sociedades que lo único que les interesa es sacar la pasta y les da igual a qué precio. Los ancianos son un filón para ellos. Lo explotarán hasta agotarlo. Lamentablemente el filón va a ser cada vez más grande porque nuestras sociedades primermundistas estarán cada vez más envejecidas. 

Hoy son nuestros abuelos o nuestros padres. Mañana (mañana mismo) seremos nosotros. Urge replantearse muy en serio el significado que le queremos dar a la senectud, a nuestra senectud.

3 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. Nosotros pasamos por esa experiencia hace años, con una tía de mi señora esposa que era como una segunda madre. Un comentario no es sitio para contarlo, daría también para un post. Cambiamos absolutamente nuestro modo de vida e incluso cambiamos de vivienda para poder acogerla y cuidarla (aún arrastramos la hipoteca). Y cuando ya no pudimos cuidarla más (no era el señor alemán, sino un primo suyo), empezó el periplo residencial. Lo indignante es que en las residencias privadas el trato era bastante peor que en las públicas, a pesar de la millonada insostenible que suponían.

    Mi Baronesa aún arrastra el sentimiento de culpa por no haberle podido ofrecer cuidado en casa, y también el de no haber encontrado un sitio donde recibiera los cuidados que merecía. No porque fuera su tita querida, tan solo porque era una persona mayor y desorientada, que al final de su vida no pedía más que compañía y una atención digna.

    Las residencias de ancianos son la vergüenza de nuestra sociedad, porque son el escaparate que resume y muestra lo que descartamos en lo humano, lo ya usado y exprimido y finalmente sobrante. Pero ojo: el detritus tiene unas enormes implicaciones económicas y detrae dinero del estado y las familias mientras engorda el bolsillo de tantas y tantas empresas.

    Es el mercado, amigos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Dile a tu Baronesa "if you try the best you can, the best you can is good enough". Es de una canción de Radiohead (pa' que luego digan que son deprimentes) y sé que hay un refrán castellano que dice algo similar, pero no lo recuerdo :-)

      Yo me repito esta frase todos los días desde que dejé a mi madre en aquella residencia.

      Es terrible el mundo que estamos creando, pese a vivir en la mejor época de la historia de la humanidad (en el primer mundo), totalmente desnaturalizado. No hay hueco para nadie que no produzca, aunque sea lo mínimo.

      A mí me da cierto pavor llegar a vieja, no te engaño. No quiero acabar mis días en un sitio de esos, pero tampoco quiero ser una carga para nadie. Vosotros arrastráis hipoteca;yo unas deudas a cuenta de que, salvo golpe de suerte, no creo q las sufrague hasta mi propia vejez. Ahorrar para cuando sea mayor es pura entelequia.

      Pero es domingo y, ea, estamos en fase 2,¿no? Pues a dar un paseo con mi bebé que me voy. Mañana será otro día ;-)

      Muchos besos, Neo, para ti y para tu Baronesa.

      Eliminar