1/3/21

Los árboles en la ciudad

Va a hacer dos meses que pasó Filomena. Todos los modelos metereológicos avisaban de que iba a ser una tormenta muy gorda y aún así nos pilló a todos un poco con el pie cambiado. Más a unos que a otros, cierto es.

Tengo que decir que a mí me fascina la nieve aunque con matices. Me gusta los primeros días, cuando está blanca, inmaculada. Y me gusta sobre todo mirarla desde la ventana de casa, con la calefacción prendida y un café calentito entre las manos (bueno, también me gusta jugar en la nevada e intuyo que me encantaría esquiar, si después me espera el café calentito a resguardo).

La mayoría de amigos que conservo en la capital se dedicaron aquellos primeros días tras el temporal a matarme de envidia enviándome imágenes, porque en la casa de la playa no suele nevar (de hecho la última vez que lo hizo mis padres estaban a punto de casarse y eso pasó a mitad del siglo pasado). Veía calles anegadas de blanco, muñecos de nieve, ¡trineos! y árboles con un peso en las ramas por encima de sus posibilidades. Uno de los vídeos que recibí fue el del preciso instante en el que se desgaja la rama del tronco cayendo al suelo con cierto estrépito de madera y camarógrafo.

España es un país que no aprecia los árboles. Oí al maestro Gabilondo hace unas semanas que solo en Madrid cerca de un millón de árboles están heridos o directamente muertos a causa de Filomena. Puedo pensar desde el lugar que me concede mi pasión por la dendrología, que la borrasca ha sido el acelerador de un mal trato proferido durante años. Quizá no maltrato, vale, pero lo que sí es seguro es que tampoco bueno. 

Plantamos árboles en las ciudades como quien pone un florero en el taquillón de casa. A veces me alucina el aguante que tienen algunos. Sin ser Madrid, debajo de la plaza donde vivo, hay (había) cuatro bauhínias. En este lustro nadie ha venido a podarlas o a enriquecer su escasísima tierra. Hace unos meses una de ellas sucumbió. Vinieron los bomberos, le redujeron a astillas y en su lugar hay un bonito hueco lleno de colillas y caca de perro.

"La Chopa", un álamo centenario de mi pueblo al que echo enormemente de menos porque fue talado para hacer un paseo transitable paralelo al río.

Cuando un árbol molesta, se le quita de en medio y a correr. Con un poco de suerte se le van cortando las ramas, no sea que tapen las vistas de una ventana y así va creciendo, espigado, con un tronco huérfano hasta que a la altura del tejado, donde no moleste demasiado, desparrama cuatro palitos llenos de hojas. Es una lástima.

En el jardín de mi casa hay dos chamaecyparis. Los plantó mi padre cuando nací yo. Ahora mismo son enormes y molestos a los vecinos porque no dejan ver o ensucian demasiado cuando caen sus acículas. Varias veces he tenido que amputar ramas para retrasar al máximo posible lo que intuyo que tarde o temprano pasará. El día que eso suceda, el día que los jardineros que normalmente me los podan vengan a talarlos, me tendré que ir para no verlo. Y sé que al regresar estaré triste e incluso lloraré.

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