Recuerdo mi primer día de colegio como algo horrible. Recuerdo el temor y el desamparo. Estar sentada sola en las escaleras que bajaban de los baños de parvulitos al patio de recreo, desconsolada y llorando. Recuerdo que se acercó una de mis primas mayores -debería de estar en tercero o cuarto de primaria- y decirme que dejara de llorar, que mi madre me vendría a recoger por la tarde.
Los siguientes días no debieron de ser mucho mejores en cuanto a llanto se refiere porque finalmente la maestra, Petra, habló con mis padres sobre este particular (mi madre me chantajeó conque si dejaba de llorar, me regalaría una Barbie y, bueno, aún conservo mi Barbie SuperStar de los 80 junto al fatídico recuerdo).
No me apetece nada que mi niña vaya al colegio. Nada de nada. Todos el rollo de socialización y demás milongas me desprenden tufillo a rancio. Ya socializa en el parque, en la plaza, en casa de mis padres y en un montón de sitios más, ¿qué necesidad hay de ir a otro sitio a socializar? Ninguna. Los coles son aparcamientos para los niños para que mientras sus padres (nosotros) nos dediquemos al trabajo productivo alimentando sin cesar este sistema de mierda que nos acabará devorando.
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