Me encanta el cine. Es de las pocas cosas que realmente me evaden de mi existencia en el mundo. Cuando estoy en el cine nada ni nadie existe. Los problemas se evaden, el trabajo parece un vago sueño y la enfermedad de mi madre una pesadilla de la noche pasada. Todo absolutamente todo se diluye frente a una enorme pantalla de cine. Y para este caso no me vale un home cinema ni que pongan en la tele la mejor de las películas. Necesito la negritud de una sala de cine. Sus butacas, su olor a palomitas y su halo de luz procedente de la sala de proyección que se transforma en imágenes y palabras.
Ahora mismo estoy viendo El Último Emperador, de Bertolucci, en la tele. Pero ya veis, en vez de deleitarme con las maravillas del filme estoy escribiendo a toda pastilla en mi blog. Aunque en mi casa (que no estoy en mi casa, todo hay que decirlo) la luz esté bajo mínimos y las palomitas recién sacadas del microondas con ese –digamos- corrupto olor de mantequilla y la pantalla tenga más de las pulgadas habituales en cualquier televisor que se precie, no me centro. Yo sé que tú sabes que yo sé que ese es un diálogo entre Confuncio y Mang Shu (o como se escriba; es lo que acaba de decir el último emperador). Bien, descanso. La clase ha terminado, eso decía el emperador en la peli, y yo voy a terminar antes de que los veinte minutos de publicidad se coman mi poco espacio para dedicarme únicamente a esta tarea (dios, el anuncio de Ikea, dios, dios, dios, no sé si era Ogilvy, un publicista, el que decía que si no tienes nada que decir, dilo cantando. Pues eso les debe de pasar a los de Ikea y a SCPF. Vale que me vuelvo a ir por otros derroteros).
Regresando después de estos minutos “publicitarios”, como os iba diciendo me gusta el cine. Aunque no siempre ir al cine es un momento de placer excelso. Me refiero a esas veces en las que tú vas al cine y pasas (me mola el papá modelo del anuncio del Astra) religiosamente por taquilla pagando el dinero que cuesta una entrada (que ya se están pasando un poquito) y tienes la mala suerte de que te tocan detrás los comentaristas.
Es el momento en el que por muy buena que sea la peli, todos los problemas que se hayan fuera de la sala de cine entran y además se les añaden los comentarios del plasta que tienes detrás: “¿qué ha dicho? Uy, no me enterado. ¿en qué momento ha matado al poli?” Y te dan ganas de volverte y decir: “señora, si no hablase tanto se enteraría mejor de lo que está pasando”. Aunque realmente piensas que ante una personalidad mononeuronal poco se puede hacer.
Bien, pues este fin de semana tuve varias versiones del compañero de cine plasta rodeándome. Por un lado, mi churri. Qué pesadito se pone a veces el pobre. Más si la peli tiene contenidos eróticos como la que estábamos viendo en cuestión. Y al otro lado, uno de mis amigos (en otro post hablaremos largo y tendido de este particular, como diría Sabina) al que no le estaba gustando una mierda el film y quería que los demás nos contagiáramos de su aburrimiento. Y por si fuera poco la versión de vecino de atrás comentarista y con risa histriónica. ¡¡¡Por Dioooooooooooooooooor, un poco de silencio y de paz por favor!!! (mierda, se acabó el bloque de anuncios).
Al final conseguí por breves minutos meterme de lleno en la película y disfrutar de los comentarios guarretes del personaje que interpretaba Clive Owen y del turgente cuerpo de Natalie Portman-Princesa Amidala. Y qué decir de esas Leica M6 y Rolleiflex que porta la actriz con la sonrisa más grande de Jolibud… Ay.
Después de terminar la peli estaba tan indignada (no por ella que me gustó mucho) que tuve que ir al baño para no pegar un par de malas contestaciones (mi vida es un quiero y no puedo) a los que en vez de acompañarme al cine y ayudarme a sofocar la tediosa vida cotidiana me hicieron recordar que todo aquello es ficción y que detrás de la pantalla se esconde un mundo lleno de tonalidades de gris. Ogg.
