8/4/05

La Quinta de los Sustos

La Quinta de los Sustos llevaba apenas un año cerrada a cal y canto. Sus dueños la habían abandonado paulatinamente tiempo atrás para empezar una nueva vida en un nuevo sitio. Poco a poco todos se habían ido. Primero la hija mayor, luego la hija pequeña. Más tarde el padre. Y en último lugar la madre y la abuelita. El polvo depositado lentamente en muebles, paredes y suelos delataba la soledad que la Sustos estaba pasando en estos tiempos. Pero la Sustos entendía los motivos de sus inquilinos al querer abandonarla a su suerte.

La hija mayor se fue cuando estando embarazada de su primer hijo decidió comenzar una nueva andadura en la ciudad condal. Ésta parecía que le iba a brindar más oportunidades a su hijita y a su recién estrenado marido ingeniero. Y allí sigue 33 años después. La hija pequeña se fue porque se tenía que ir. La Sustos se le había quedado chica. Allí no daban clases de periodismo y por más que la Quinta habló y requetehabló con todos los decanos, rectores, profesores del mundo mundial, ninguno aceptó dejar su puesto para dar clases a la hija pequeña. Lógico.

El padre se marchó lánguidamente. Un día enfermó. Otro día se recuperó. Más tarde volvió a enfermar y esta vez la enfermedad no fue clemente con él ni con ella, con la Sustos, quiero decir. La Sustos y la enfermedad mantuvieron acaloradas discusiones durante al menos cuatro meses, pero eso tenía la misma solución que ciertos problemas de índole política. Por cojones la enfermedad tenía que ganar, costara lo que costase. Y la enfermedad se llevó al padre dejando a la Sustos, la madre y la abuela solas.
De igual manera que a un viejo le empiezan a salir las arrugas cuando su regeneración protéica empieza a decaer, a la Sustos la empezaron a salir grietas, se la desajustaban los cables de la red eléctrica y las tejas encanecían. Incluso le apareció alguna humedad. Pero el golpe más doloroso para la Sustos fue cuando la madre y la abuelita tuvieron que abandonarla. Ya se había acostumbrado a tener más de la mitad de las habitaciones vacías y a ser pasto del jolgorio sólo en épocas vacacionales. La pobre estaba tan mayor que acogía a la hija mayor con toda su prole y a la hija menor con sus amigos con gran ansiedad. La misma que tenía días antes de que prole, amigos e hijas volvieran a sus lugares (el padre decidió que estaba mejor donde estaba y no volvió a visitar a la Sustos, al menos de cuerpo presente). Pero, como íbamos diciendo, madre y abuela tuvieron que dejar un día a la Sustos.

MADRE Y ABUELA DEJAN SOLA A LA SUSTOS
La jácara comenzó un día en que la madre había quedado con sus amigas para irse de excursión a ver una mina abandonada que le habían hecho un restyling de vicio y ahora era un museo. La madre se arregló tras la mirada atenta de la Sustos: se puso su pintalabios rojo, se cardó el pelo, se limpió las gafas para poder ver bien, escogió modelito acorde a las circunstancias y se calzó unas reebok blancas a estrenar, aconsejada por la Sustos -que ella es muy buena estilista. Y tanto tiempo gastó en arreglarse que ya llegaba tarde a su cita con las amigas. Cogió el bolso a toda prisa y se marchó.

Y cuando iba a torcer la esquinita para bajar una rampa mal embastada, zás, se cayó. Se pegó un golpe tan morrocotudo que estuvo inconsciente varios minutos. Cuando se despejó se dio cuenta de que estaba sangrando muchísimo por la nariz y que no se podía mover ni mucho ni poco. La madre estaba angustiada porque tampoco pasaba nadie por la calle a esas horas. La Sustos la miraba de reojo desde la lejanía y sufría porque no podía arrancarse de sus cimientos para socorrer a la madre (y por otro lado qué sobresalto se llevaría la abuelita al ver que la casa se movía). Al poco rato la madre pudo empezar a moverse. Se colocó un pañuelo en la cara para parar la hemorragia nasal. Y trató de incorporarse. Lo consiguió. La Sustos hizo uno de esos ruidos extraños que sólo las casas saben hacer para que una de las vecinas saliese a la calle y se diese de bruces con la madre. Era lo único que podía hacer. La madre, pues, se cruzó con una vecina que al verla no pudo más que exclamar: “Pero… mujer ¡¡¡qué te has hecho!!!”. Y se fueron juntas para urgencias.

Diagnóstico: esguince cervical, rotura de nariz, fisura en las muñecas, fisura en el esternón y magulladuras por todo el cuerpo. Cabestrillo, collarín y antiinflamatorios a mansalva. Pero más tarde se descubriría que había algo más que no habían visto los médicos. El sobresalto del principio se fue aminorando poco a poco y, como la Sustos había criado a una familia con mucho sentido del humor, empezaron a llamar a la madre Pinochín. La abuela cuidaba un poquillo de la madre como lo haría antaño en la época de recién casada de ésta.

Pero algo no marchaba bien. La madre se estaba quedando sin poder andar. Cada vez que daba un paso le dolía todo el cuerpo y la simple acción levantarse por las mañanas conformaba un esfuerzo desmedido. La Sustos ayudaba a la madre a soportar su propio peso aportándole múltiples paredes y muros junto con puertas y aramboles. Mas poco a poco la madre se fue quedando paralítica. No podía prácticamente andar. No andaba.

Cuando sus hijas, con sus proles y sus amigos, llegaron a la Quinta de los Sustos para pasar las vacaciones de Semana Santa del 2004 la madre estaba postrada en la cama, delgada como un fideo, cuando ella siempre ha sido una señora en plan mesa camilla, blanca como un folio y llorando a moco y baba. La abuelita, con 95 primaveras, llevaba el peso de la quinta. Los médicos ya no la hacían caso. Se tomaba unas 15 pastillas diarias –recetadas- entre antiinflamatorios, analgésicos, tranquilizantes, antidepresivos y protectores para el estómago.

Se montó un congreso a toda prisa entre las hijas, la abuela y la Sustos. Hubo pequeñas discusiones, pero al final decidieron una cosa: “o se va a la ciudad condal con la hija mayor y su prole, o se va a Madrid con la hija pequeña y sus amigos”. Y se fue a Barcelona. La Sustos se quedó un poco desconsolada porque siempre pensó que iba a ir a Madrid ya que así estarían más cerca madre y quinta, pero la vida da sorpresas incluso a las casas solariegas. Como consuelo le quedó que la abuelita se fue a una residencia para la Tercera Edad cercana a la quinta teniendo así alguna que otra visita periódica. “Ser casa a veces es un incordio porque no puedes ir a visitar a quien quieres y siempre tienes que esperar tú esas visitas”, esto le decía la Sustos a la abuela en una de sus revistas matutinas.

LA VIDA EN LA CIUDAD CONDAL 
En un hospital muy bonito, con helipuerto y todo, que se hacía llamar San Pablo -qué estiradillo éste hospital que no la gente que lo habitaba- estuvo ingresada la madre varios días hasta que localizaron la raíz de su invalidez: ruptura de las dos alas sacras de la pelvis. Esto es, a grandes rasgos, dos fracturas de cadera. Así estuvo la madre con la cadera rota desde el 25 de noviembre, día en que se cayó, hasta el 18 de abril, día en el que le diagnosticaron lo que le pasaba. Sin quejarse ni un ápice hasta que no pudo más.

Pero no temáis que aquesta historia tiene un happy end. La madre querida ya anda de nuevo. Hace dos meses que dejó las muletas y ahora se suele apoyar en un bastón. Cojea de vez en cuando, cuando anda demasiado, porque quiere recuperar todos esos pasos que no ha dado en este año de parón. Y va de nuevo a rehabilitación para que su masa muscular pueda volver en sí después de tanto tiempo sin usarse.

De vez en cuando se cartea con la Sustos y ésta ya anda impaciente porque sabe que dentro de muy poco volverá a estar habitada.

Mamá, gracias por todo. Te echo de menos.
Besos, Calamity, tu hija pequeña.

No hay comentarios:

Publicar un comentario