La gente que me conoce siempre se sorprende de mi ateísmo. Les comprendo. La última vez que estuve con Speranza Gon hablamos de que había acompañado a una amiga suya a la iglesia a ponerle velas a San Antonio de Padua. Me sorprendí porque tenía entendido que esa amiga estaba emparejada, así que supuse que se habría divorciado y andaba buscando nueva pareja. No, Calamidad; es para que le vaya bien con su novio. Le contesté que entonces tendría que haber ido a pedirle a Santa Fabiola, no al franciscano.
Me gusta conocer las vidas de los santos. A menudo me preguntó qué fue lo que hicieron para proclamarlos como tales y, cosas, en la mayoría de los casos me doy cuenta de que no fueron personas excepcionales en nada. De la misma forma que en casa de mis padres hay enmarcada una bula papal por la cual obtenemos la salvación si en el último momento de nuestras vidas pronunciamos el nombre de Jesús, el carné de santo también se comprará. Supongo.
Es que -me diluyo- han puesto una placa en homenaje a mi ex-abuela en la residencia en la cual pasó los últimos cinco años y medio de su vida. Debería estar emocionada y sin embargo no sé expresar cuál es mi estado de ánimo con exactitud, pero de emoción ya les digo yo que no.
Si son seguidores de esta bitácora, sabrán más o menos la historia de mi ex-abuela. Sabrán que no era exactamente mi abuela, que era mi madrina. Que me crió. Que no tenía familia, al menos de sangre. Que pasó siete años viviendo dentro de las mismas cuatro paredes con mi madre (hasta que mi madre se rompió la cadera y no pudo cuidarla). Que no me dejaron ni coger el arsenal de Barriguitas que tenía en su casa el día que aparecieron unos sobrinos con la benemérita alegando no sé qué que había escrito en un papel rubricado por un notario.
Que una vez que me di cuenta de todo el percal que se había montado en torno a mi ex-abuela, comenzó mi descenso a los infiernos del cual todavía estoy subiendo pindios escalones.
La placa en cuestión ha costado cincuenta y cuatro mil pavos. Los que donó mi ex-abuela en el testamento a aquellos de los que echaba pestes siempre que hablaba con ella (hasta que me lo impidieron vía judicial). El supuesto homenaje es fruto de un timo que borrará el paso del tiempo. Por lo pronto ya no se les cae la cara de vergüenza haciendo uso de los medios de comunicación locales para anunciarlo a los cuatro vientos, que por eso me he enterado. Para otras acciones, como por ejemplo avisarme de que había fallecido el 18 de julio del año pasado, bien que se callan.
A todos los artífices de que no pudiera ni dar un beso a mi abuela en los últimos cinco años (que lo de la pasta, qué quieren que les diga, es lo que menos me importa) les deseo por lo menos la mitad de mi dolor porque a diferencia de ellos yo sí tengo corazón.
Por eso soy atea, porque si en algo creo es en la ruindad del ser humano, sobre todo con dinero de por medio.
9/10/13
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Ánimo, Cal. Lo siento mucho.
ResponderEliminarNo estés muy triste, anda.
Un beso.
La familia (biológica o no) puede ser lo mejor y lo peor... Y si hay dinero de por medio...
ResponderEliminarTranqui, Portorosa, es la típica semana en la que se me moriría el perro de tener uno. Haciendo un símil con el boxeo, digamos que estoy en k.o. técnico. Pero esta tarde me voy al Bremen, así que no estaré nada triste, o no demasiado. ;-)
ResponderEliminarNo tengo familia biológica, Teresa, no conocida por lo menos. Pero todas las que conozco tienen alguna historieta por ahí. Esta daría para un libro, bueno, para una telenovela venezolana. :-D
Sendos besos.
Yo, que también me considero atea, tengo la absurda convicción de que al Final todo se sabrá. Y nos quedará el consuelo de ese "Ja! Yo tenía razón. Chúpate esa!".
ResponderEliminarUn beso, guapa.
Ah, el final. Si te soy sincera, en el fondo me gustaría ser como mi tía monja. Ella cree que todo lo que le pasa es porque Dios se lo manda y lo acata con una tranquilidad pasmosa. En el fondo deshacerte de tus responsabilidades vitales dejándolas en manos de otro (bien sea ese humano o sobrenatural) debe ser, a ratos, una bendición.
ResponderEliminarMuchos besos, Filla.
Es que creer es una suerte, claro.
ResponderEliminarEn parte, esa es la razón del éxito de las religiones, ¿no? No creer te deja solo ante el abismo (o lo que sea), sin consuelo externo ni salvación ni nada.
Besos a ambas.
Ya, el nihilismo es una caca a fin de cuentas. :-D
ResponderEliminarSe pudran en el infierno. Y si no existe, que no tengan ni donde pudrirse.
ResponderEliminarFíjate, yo te envidio eso de tener una tía monja. Y a tu tía casi todo, salvo la castidad. Pero lo demás, todo todito.
Pudrirse se pudrirán, digo yo. Salvo que se mueran de sed mientras tratan de encontrar un oasis en cualquier desierto del mundo, cosa que me encantaría les pasase, oiga.
ResponderEliminarA mí tía la envidia cualquiera, créeme. He visto a poca gente tan feliz como ella. Y un día le pregunté si no echaba de menos el sexo y me dijo que ¡¡¡no!!! O_O Para mí es inconcebible, igual que para ti y para la inmensa mayoría de la humanidad, Neo. Recuerdo vagamente un capítulo de El Rodaballo de Günter Grass que contaba la historia de una monja en el siglo XV que tenía la vida (casi) perfecta: era libre -en aquellos entonces- y se beneficiaba a los señores que pasaban por el convento. :-)
Besos y buen sábado.