La imagen del corazón cruzado con siete espadas, me dirán que no, es una maravilla a nivel iconográfico. Nada mejor que las mejillas arrasadas por las lágrimas de la Macarena sevillana, ataviada con sus mariquillas de verde esperanza. El buen rollo, para mí, no vende (que te den, Mr. Wonderful).
Así que, atea convencida como soy, he de reconocer que me flipa la Semana Santa y que de toda la vida he querido vivir desde dentro una grande, grande, tipo Sevilla, Valladolid, Málaga, Murcia, Cuenca... y este año he tenido la maravillosa oportunidad de estar en la de ¿digo o no la ciudad...? Diré que era la que más le gustaba a mi padre, devoto a muerte en vida del Nazareno.
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| Los fans de este tipo de eventos sabrán presumiblemente la ciudad en cuanto vean esta imagen (¡qué difícil es fotografiar una Semana Santa, con lo despacio que va todo!). |
Pero (¡que siempre tenga que haber un pero!) qué poco respetuosa es la gente, argh, qué poco. Y no me estoy refiriendo a los anti-católicos en exclusiva porque mucho devoto gritaba más durante el paso de una cofradía que los asistentes a conciertos de Rammstein (eso sin contar con algún que otro nazareno, que, más que penitencia per se parecía que se estuviese haciendo un reportaje molón ataviado con capirote y dalmática junto a sus amigos para el Instagram de turno).
Así que ese halo de misticismo, de espiritualidad y silencio roto únicamente por el martillear de los tambores y cornetas que esperaba encontrar, se me desvanecía por momentos. Por demasiados momentos.


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