Pues sí, estoy diseñando la tumba de mis padres.
Puede sonar excéntrico (en cierta medida lo es), pero por fin me he puesto con la lápida que adornará el nicho donde están mis padres enterrados. Los dos juntos, como les habría gustado pasar la eternidad.
No es la primera vez que lo hago. Mi madre, en el noventa y nueve cuando murió mi padre, ya me dijo que eligiera la decoración. Ajena, pobrecita, a mi rebeldía post-adolescente, le sugerí llevar a cabo algo con mármoles y neón (les juro que es cierto), algo que ensalzara la resurrección de la carne y la subida al cielo con Dios y bla bla bla. Eran católicos, ¿no? Pues en vez quedarme con la parte chunga de la muerte, es decir, que no vas a volver a ver en tu puñetera vida a la persona fallecida, quería apostar por la parte buena que tienen los creyentes a este respecto, o sea, que se encontrarán en el más allá (luego me dicen a mí que soy pesimista, ¡ja!).
Obviamente mi madre, y todo aquel que me escuchó, se escandalizó con la idea y, llena de pose socialmente aceptada, escogió un mármol verde (el color favo de mi pa) oliva, oscuro, ul-tra-ca-ro, como único signo diferenciador entre aquel solar de granito blanquinegro y Times New Roman.
De veras, sé de lo que hablo: el diseño funerario mainstream actual es feo. Feísimo. Poco creativo. Con unas tipografías trampeadas, rechonchas, pseudo manuscritas, que dan ganas de arrancarse las retinas, y unos grabados -religiosos o no- que hacen pensar en lo afortunados que son a veces los ciegos.
Ahora no es mi adocenamiento el que me lleva a tener que hacer algo como lo de todo el mundo sino la falta de recursos para irme a Génova a encargar un alto relieve (y el hecho de cerciorarme después de pasear por tanto cementerio que este dinero casi siempre es una mala inversión), pero, ya que estamos, al menos que la tumba de mis pas tenga un buen uso tanto tipográfico como del humilde material en el que será hecha.
21/4/17
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