El sábado pasado tuve que ir a un Mercadona. No me quedó otro remedio. Bueno, sí, no ir, pero entonces habría muerto de hambre este pasado fin de semana (sí, mis findes son apasionantes últimamente). Quería comer pescado y verduras. Por la mañana no tuve tiempo de ir a donde mi frutera de confianza y no tengo ninguna pescadería cerca.
Aborrezco las grandes superficies. Supongo que es un daño colateral de la fobia al gentío descontrolado y el trastorno maniaco depresivo. No soporto que me rocen en los supermercados, me cabrea mu-chí-si-mo (en los conciertos lo llevo mejor, ¡cosas!, aunque raro es que me ponga cerca de los escenarios y si lo tengo que hacer, antes ingiero cerveza hasta que no sepa ni decir mi nombre verdadero).
Sea como fuere tuve que ir al Mercadona y fue horrible. Intenté acercarme veinte minutos antes de que cerraran (lechuga, peras, fresas, pepino, calabacín, tomates, salmón y unos filetillos de algo). Entonces ya había poca gente, pero lo que me sorprendió, después de llevar más de dos años sin pisar ese súper (desgraciadamente la única tienda que hay cerca de donde me voy a ir a vivir es un, ¡sí! lo han adivinado ustedes, avezados lectores, un Metadona) es la cantidad ingente de comida basura que hay por todos los lados. Incluso lo supuestamente sano, como los vegetales, tenían, no sé, aspecto de artificio. Las fresas que compré, desde luego, son las más insípidas que he comido en lo que va de temporada. Lo mismo es una casualidad, sin embargo también los filetes de ternera clase A supuestamente importados de Irlanda son como las suelas de zapatos que se come Chaplin en Tiempos Modernos.
No sé... Vaya y pase que no tengan miel y solo azúcar refinada, que todos los panes tengan antiaglutinantes y mierdas del estilo (creo que quedan dos panaderías como las de antes en el mundo, una de ellas de la de mi primo Vicente que hace un pan que se te caen las lágrimas al comerlo y ¡dura mil!), que los huevos que traen tengan como mucho un 2 como primer dígito en su código (bah, por esto no paso, no, no, no, lo llevo mal porque no soporto el sufrimiento animal de ningún tipo, he crecido en una granja, sé de lo que hablo)...
Saliendo de allí, empecé a hacerme preguntas ¿Realmente estamos planteándonos lo que nos estamos llevando a la boca? ¿Merece la pena –a la larga, claro– primar el precio frente a la calidad del producto? ¿Qué clase de enfermedades vamos a tener de ancianos, cuando las exiguas generaciones venideras no puedan sufragar nuestros gastos sociales y tengamos que ganarnos las habichuelas hasta el mismísimo día de nuestra muerte? ¿Qué clase de sociedad es esta? Mediocre y sucia, atontolinada por el canto de sirena de la economía, olvidándonos cada vez más de la biología y la ecología. Todo artificial. Todo de plexiglás.
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