20/10/21

La eterna mudanza

Ayer terminé mi vigésimo primera mudanza. Creo. Todavía me queda comprar y montar unas estanterías para los libros y un par de mesas para tener el estudio en condiciones. Secuelas de la covid-19 y también de la vida freelance

Igualmente tengo que organizar algo mejor las cajas del trastero. La mayoría de lo que hay allí es para vender o regalar o tirar. Nunca había tenido trastero hasta la fecha porque me parece falaz cargar con objetos inútiles, pero ese cubículo chiquitín al lado de la plaza de garaje ha sido un pulmón a mayores dentro de la locura que es mover algo más de la mitad de una vida.

Las terrazas, por el momento, se quedan como están. No existe tentación más grande para un amante de las plantas que teñir el exterior de verde, pero no tengo tiempo para cuidar a más.

Los convenios laborales, la mayoría, te dan uno o dos días para organizar una mudanza. Yo llevo con esta más de un año, desde que me enteré que cambiábamos de nuevo de ciudad, en lo más crudo de la pandemia. Supuse entonces que no pasaría un invierno más en la casa de la playa y, en los pocos ratos libres que me dejaba la maternidad, empecé a guardar la ropa de abrigo, los zapatos de fiesta y los bolsos de soltera. (Ayer mismo los desempaqué.)

Es agotador tener la vida metida en cajas. Una sensación molesta, de standby, porque ya no vives en el lugar que vas a dejar y a la vez tampoco vives en tu nuevo sitio. Es similar a la espera de un autobús o un tren para hacer un viaje, pero sin las tiendas y la cafetería de la estación.

Me hago mayor. Necesito un puerto base. Un lugar en el que sentirme yo.

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