24/3/23

Violencia (de género) subclínica

Hay una violencia que no es violenta. Es sibilina, pasa inadvertida, y a veces hasta se viste de virtud.

Hace años uno de mis tíos se sinceró conmigo. Yo solo había ido a pasar un día a su finca, tomar el aperitivo, comer allí, ver cómo el sol se colaba entre las ramas de los frutales... el paraíso. Me sorprendió que no estuviera mi tía, pero tampoco pregunté dónde estaba, simplemente no estaba.

Mi tío tras unos vinos confesó lo que era un secreto a voces, y a la vez oculto, en la familia: que él y ella se llevaban como el perro y el gato, que le estaba amargando la vida y que la convivencia se había vuelto insoportable desde que se mudaron a la finca tiempo atrás. Inocente de mí solo se me ocurrió preguntar por qué no se divorciaban. ¿Qué haría tu tía, entonces? ¿a dónde iría, si no tiene dónde caerse muerta? Esa fue su respuesta. Y era verdad. 

Durante la dictadura, cuando una mujer se casaba, dejaba de trabajar. Aunque no es que dejase de trabajar, dejaba el mercado laboral legal para cuidar de su marido y futuros hijos y, en no pocas ocasiones, currar bajo cuerda para echar una mano a la economía doméstica. Y si la cosa se torcía, en fin, casarse era para toda la vida, así que ajo y agua.

Mi tía falleció hace año y medio. Mi tío la echa de menos. No era consciente del trabajo que cargaba ella a sus espaldas y quizás ahora comprenda la cara avinagrada de serie que se gastaba. Me da pena que la añore por eso, por todo el trabajo doméstico que le quitaba a él —a ellos, también a sus hijos— de encima. 

Desgraciadamente su caso no es excepcional. ¿Cuántas parejas estarán aguantándose sin una pizca de amor o, peor, sin una pizca de respeto? ¿Qué salida tienen esas —habitualmente— mujeres, atrapadas en una vida que no sienten suya? ¿Cuán grave es su delito para no tener derecho a una segunda oportunidad, a una reinserción social? 

A día de hoy muchas mujeres abandonan sus trabajos legales y remunerados por lo que sea. Con frecuencia por tener que encargarse del cuidado de los otros bien sea por obligación, porque bueno, yo gano menos y solo van a ser un par de años o porque realmente les apetece (pocos casos conozco de estos últimos). Todos estos abandonos, deseados o no, son una trampa con los mimbres de nuestra sociedad tan primermundista y tan avanzada.

A estas señoras no se les abren las puertas de los trabajadores sociales, ni de las ayudas puntuales del gobierno por una simple razón: la unidad familiar funciona
—¿Ha sufrido usted maltrato? 
—No, no, simplemente quiero ser independiente. 
—Ah, pero eso es un problema doméstico. Hable con su marido. 

Hace unos días me topé con una noticia que, si no se pasa del cintillo, otorga cierta esperanza. Un hombre tiene que pagar a su ahora ex-mujer equis dinero por haberle regalado los mejores años de su vida cuidando de la familia mientras él crecía sin trabas en el ámbito profesional, amasando fortuna en medio de una relación con separación de bienes.

La dedicación de esa mujer ha sido en exclusiva, siguiéndole allá donde fuera él, se recalca en el cuerpo de la noticia. Supongo que si has intentado de alguna manera buscarte las habichuelas por tu cuenta, has conseguido estudiar en esos años o has contratado los servicios de un trabajador doméstico, te encontrarás con esta salida también cerrada… Es importante, decisivo: la cosa tiene que ser en exclusividad.

El problema de esa exclusividad es que relega a la mujer a su suerte y ahí es donde radica la violencia, porque si no tienes red social propia, alguien (padres, hermanos, amigos con un grado de compromiso ímprobo) que te pueda echar una mano en el ínterin, te jodes. 

¿Cómo se puede hacer eso de salir de una relación que mala no es, pero ya no es relación, si no tienes ni dónde caerte muerta?

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