6/8/18

Banalización.

Me estoy volviendo mayor. O pija. Pija en el sentido metafísico de la palabra (ya les digo yo que mi cuenta corriente es muy fan del color rojo desde hace años). Además, sea lo que soy, quiero dejar de serlo, quiero recuperar mi entusiasmo primigenio por hacer turismo. Ir a, por ejemplo, Venecia y no venir escandalizada y odiando la acuática urbe. Porque yo sé que Venecia, su arquitectura, su pintoresquismo, sus escuelas renacentistas y barrocas son maravillosas, pero el mercado persa en el que está convertida actualmente se me antoja contrario a la maravilla que representan sus muros.

Agradezco el low cost y la democratización del patrimonio. Gracias a ellos he podido viajar a la otra orilla del Atlántico, al menos una vez en la vida, y admirar un par de hojas del Beato de Facundo tras un cristal con cierto sosiego. Aunque entre la poco accesible exposición universal que deleitaba únicamente al burgués decimonónico y la total disposición de los bienes culturales y naturales que nos gastamos en la actualidad, creo que se nos ha olvidado algo importante, importantísimo: la educación. O el respeto. O las dos cosas.

El pasado sábado pude constatar con estos ojitos miopes que la genética me ha regalado un niño intentando arrancar una pequeña columnita pétrea perteneciente a una gran columna dentro de una cueva de sobrado renombre. El pobre rorro no tendría por qué saber que no es buena idea arrancar estalagmitas. Son sus padres (a los que igual hago de más suponiéndoles cierta cultura) o la vociferante guía los que le tendrían que contar que si toca un espeleotema, se seca y deja de crecer y entonces las generaciones futuras no podrán disfrutar de esa preciosa vista como él lo estaba haciendo en ese momento.


Pero, claro, estaba, como les digo, en una cueva de sobrado renombre, un must del turisteo, una diana del (auto)retrato mediocre, un “yo estuve aquí” para orgullo frente a familiares y amigos cercanos sin saber realmente el significado de ese estar allí. Un asco.

En el fondo nos merecemos nuestra propia extinción. Por cafres.

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